lunes, agosto 14, 2006

Necesito un empleo, pero no quiero ganarme la vida



Cuando desperté, no tenía ganas de levantarme.

Me sentía muy mal, como si hubiera bebido y fumado toda la noche. 

Vagamente recordé que había soñado que estaba en la universidad y que iba a hacer un examen para el cual no había estudiado. 
Este sueño es recurrente desde que hice mi examen profesional. 

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Sonó el teléfono y tuve que levantarme a contestar. 

Número equivocado. 

Me volví a acostar.

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Estaba quedándome dormido, cuando el teléfono volvió a sonar. 

Era mi abuela.

("Necesito que vengas a mi casa, a recoger un paquete que llegó para tus papás... Voy a salir en un rato, así que apresúrate, por favor...")

Tuve que despabilarme y salir a la calle. 

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Volví a la casa, fatigado, aturdido y de malhumor.

Toda la semana me levanté a las seis de la mañana. 
Justamente hoy quería levantarme alrededor de las nueve. 

Me puse a lavar el auto. 

(Nadie me obliga, pero me siento culpable por seguir viviendo en casa de mis papás.

Quisiera independizarme, pero está complicado. 

Tengo una licenciatura, pero parece que eso automáticamente te descalifica para trabajar.

Los trabajos que abundan son para personas que apenas saben leer y escribir.  
El dueño de una empresa parece que tiene la idea de que otorgar ese tipo de empleos, lo convierte en alguien que aporta importantemente a su país. 
El trabajador parece tener la idea de que un trabajo es sólo aquel que te agota físicamente.

Hace unos días fui a una entrevista de trabajo.
No quisiera sobrevivir dando clases –las clases no se ven como un trabajo, y son mal pagadas–, así que he buscado otras opciones. 
Encontré en el periódico un anuncio que solicitaba psicólogos con mi perfil. No pagaban gran cosa, pero decidí ir a ver de qué se trataba.  
Era un fraude. Esperaban que uno memorizara un discurso para engañar a la gente que acudiera a una entrevista grupal y que además uno la convenciera de que tenía que darle dinero a la empresa fantasma, de que tenía que vender productos inexistentes de la empresa fantasma y además agradecerle a la empresa fantasma.)

Desde que estaba en la secundaria, lavo el auto muy de vez en cuando.

Soy malísimo. Me moriría de hambre, si tuviera que lavar autos. 

Más allá de disfrazar mi culpabilidad, no le encuentro ningún sentido a lavar el auto. 
Ni siquiera lo conduzco. Tampoco me ha interesado mucho aprender a conducir. 

(La última vez que lo conduje aún no salía de la secundaria y lo choqué contra otro auto que estaba estacionado.) 

Lo más molesto de lavar el auto es que nunca lo hago bien, aunque desee hacerlo bien. 


Tenía planeado ir al Centro Histórico.

Quería comprar el foco de la lámpara que utilizo para escribir por las noches –escribir es lo único que hago–, pero, justo cuando salía de la casa, me encontré a una amiga de mi mamá.

("¿Te vas a la escuela?
¡Ah, estabas estudiando!
¿Vas a buscar trabajo?")

Finalmente, salí. 

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A unas cuadras de la casa, me topé con el Golden Retriever del vecino. 
Hacía un par de semanas que no lo veía por la colonia. 
Pensé que se había perdido –es un animal viejo– o que estaba muerto. 
Su dueño ya se había resignado a no volverlo a ver. 

Me dio esperanza y me hizo pensar en mi gato. 
Espero que también vuelva pronto. 
Hace una semana que no lo veo.
Se salió de la casa una noche.  

Es de lo más triste perder a un ser querido y no tener la certeza de nada: 
no saber si es mejor que esté perdido, o que esté muerto. 

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Casi al llegar a la avenida Zaragoza, pasé por un funeral. 

En la puerta de la casa, había una enorme corona de flores. 
La gente llegaba, triste y llorando desconsoladamente.

No era para menos. Velaban a un niño que murió de cáncer. 

Yo lo conocí. Le di clases hace unos años, en la época de la huelga de la UNAM.
Su mamá me contrató para que lo ayudara a prepararse para el examen de ingreso a la secundaria. 

Al final, él se quedó en la escuela que quería y yo me quedé con una anécdota de él.

Era un niño con sobrepeso. Siempre estaba comiendo dulces y contando chistes. 
Tenía problemas para concentrarse en los temas del examen, pero se comportaba como un comediante. Parecía que era feliz y que nada lo avergonzaba.  

Sus hermanas mayores lo llevaban a la casa, pero una vez llegó él solo. 

Traía unos pupilentes verdes.

Le pregunté qué le había pasado a sus ojos, y él me dijo que se había enojado con sus hermanas y que por eso los ojos le habían cambiado de color. 

Le pregunté si era como Hulk y me dijo que sí, seriamente. 

Una de sus hermanas fue a recogerlo después de la clase y lo regañó por tomar sus pupilentes. 
Él me miró sumamente avergonzado y le preguntó a su hermana por qué lo había tenido que regañar en frente de mí.

Al pasar por el funeral, me pregunté cómo se sentiría su hermana en ese momento y si recordaría el asunto de los pupilentes. 
Estoy seguro que se los hubiera regalado a su hermano, de haber sabido cuánto cambiarían sus vidas en menos de diez años. 

Caminé apresuradamente por la casa, evitando que la mamá del niño me reconociera. 
No soy bueno para consolar a nadie en condiciones normales. 
Mucho menos en condiciones trágicas.  

Debe de ser de lo más triste perder a un niño.

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Seguí mi camino hacia el metro.

Seguramente, sentí lástima de mí mismo. 
Seguramente, alguna pasajera del metro me atrajo y me hizo imaginar cómo sería mi vida, si tuviera novia o amigos. 
Seguramente, me pregunté por qué no he hecho nada en los últimos dos años para tener novia o amigos.

(Estoy tan solo que he pensado seriamente en fingir unos días que soy una persona sociable y que me interesa que un grupo de extraños sepa qué hago.)

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Llegué al Zócalo

En la plancha había un montón de gente, protestando contra el gobierno.

(Gritaban:

"¡Me dijeron que me callara, si no votaba!
¡Pues sí voté, pero me quieren mandar a la chingada...!" 

"¡Prefiero marchar seis años, apoyando a Obrador,
que pasar seis años, en la miseria con Calderón...!")


Afuera de la estación había un taxista.
Estaba recargado en la defensa de su vehículo, contemplando a los manifestantes. 

También había un hombre que vestía un saco azul y un pantalón gris.
Estaba recargado en los barandales, a la salida de la estación. 
Era un trabajador del Sistema de Transporte Colectivo, y se veía molesto por el escándalo de los manifestantes. 

Una mujer de tez blanca que vestía falda azul y saco rojo, me sacó de estas ideas y dejó una estela de perfume barato al pasar corriendo junto a mí. 

Tal vez trabajaba en La Casa de Los Azulejos y se le había hecho tarde. 

El taxista no apartó la vista de ella, hasta que desapareció en Francisco I Madero.  

Una niñita desaliñada pasó caminando junto a mí.
Vendia chicles, dulces y cigarros. 

Me hizo recordar al niño de los pupilentes.

También es de lo más triste que los niños tengan que ganarse la vida así.
Deberían jugar y ser niños. 

Un hombre alto y canoso, pasó una mano por la cabeza de la niñita y le compró algo. 

Una anciana se me acercó ofreciéndome una fotografía de López Obrador por tan sólo $10. 


Caminé hacia Venustiano Carranza y me metí a un Vips

El muchacho de la entrada vestía un saco rojo.
Me miró de arriba abajo.
Seguramente, debido a mi aspecto, pensó que no tenía suficiente dinero y que sólo iba a pedir un café para pasar toda la tarde allí.

Me senté en una mesa junto a la ventana y saqué un libro. 
Estoy leyendo La Colmena.

Me puse a mirar la calle. 
Vi a dos jóvenes de un valet parking
Se veían de lo más relajados, mientras fumaban.

Era apenas el mediodía y el sol estaba en lo alto. 

En ese momento, llegó un Golf rojo y uno de los jóvenes arrojó el cigarrillo al suelo y lo aplastó con un pisotón y abrió la puerta del automóvil. 

Un hombre caucásico se apeó del vehículo y se llevó una mano a la nariz –como si estuviera evitando un olor insoportable– y le dio las llaves del Golf al muchacho. 

A unos metros de allí, otro hombre vestía un uniforme de Seguridad Bancaria y permanecía de pie, a la entrada de una joyería. 

Cargaba una ametralladora y no dejaba de mirar a un lado y a otro de la calle. 
Era tan obeso que habría terminado sufriendo un infarto, de haberse visto en la necesidad de perseguir a un ladrón. 

Una niña de unos diez años, con un babero de cocinera, pasó corriendo frente a la joyería, esquivando obstáculos, con un humeante plato en las manos. Apenas podía con él. 

Unos niños aprovechaban la luz roja del semáforo para acercarse a los vehículos detenidos y limpiar parabrisas sin el consentimiento de nadie. 

Unos hombres viejos divisaban el espectáculo, sentados en la acera. 
Parecían albañiles, y se pasaban una enorme botella de Coca Cola y compartían un guisado y tortillas. 

Una señora con rebozo y con largas trenzas que caían hasta el suelo, estaba tendida en la acera a unos metros de los albañiles. Cargaba a un bebé y mantenía estirada la mano en busca de limosna. 


Pensé que todas esas personas trabajaban, a su modo –que se ganaban la vida como podían–, mientras yo iba a gastarme unos pesos en una bebida que no necesitaba. 

Se me hizo un nudo en la garganta y sentí náuseas. 

Necesito un empleo, pero no quiero ganarme la vida. 

Salí del Vips sin haber ordenado nada. 
El muchacho de la entrada, me echó una mirada reprobatoria. 

(Falló: ni siquiera ordené un café.) 

Caminé hacia Bolívar y avancé sobre esa calle hasta Francisco I Madero

Entré en la tienda de discos a gastar mis últimos ahorros en un álbum de Dresden Dolls que realmente no necesito. 

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