Quién sabe cómo llegamos allí, pero debieron de ser las cinco o las seis de la tarde. Entre las nueve y las diez, estaba en Querétaro, más exactamente en el Instituto de Neurobiología, en mi segunda entrevista de admisión al Doctorado. En comparación con mi primera entrevista, que tenía más o menos un año de haber ocurrido en el Instituto de Fisiología Celular, incluso estaba preparado para responder a alguna integrante del jurado que tuviera prejuicios hacia los psicólogos, que nos tuviera estigmatizados como “profesionales de la salud de menor rango”, incapaces de estudiar ciencia de frontera en modelos animales, y que me preguntara algo como ¿Sabes quiénes fueron Moruzzi y Magoun...? ¡Cuéntanos cuál es la diferencia entre el encéfalo aislado y el cerebro aislado! y que les insistiera a los demás miembros del jurado que yo no tenía perfil de investigador, que todos los psicólogos debíamos limitarnos a la psicoterapia.
Quién sabe cómo llegamos allí, pero entonces ya tenía más de un año en el laboratorio de mi potencial tutor de Doctorado y había asistido a un congreso nacional y a varios seminarios con su grupo. También tenía más dominio del tema de mi proyecto de investigación –ya tenía clarísimo que el Sistema Reticular Activador Ascendente no era un concepto vigente y ya sabía cómo responder si algún miembro del Jurado me preguntaba cuáles eran las diferencias entre “la actividad comatosa” y “el sueño profundo” en el EEG–, en dos meses había ensayado una y otra vez, en distintos grupos de investigación, mi presentación, y, según las reglas de la convocatoria de las entrevistas de admisión al Doctorado en Ciencias Biomédicas, no debía durar más de diez minutos.
Quién sabe cómo llegamos allí, pero había pasado la noche en Querétaro, en casa de una amiga. Lulú estudiaba la Maestría en Neurobiología en el INB y su esposo y ella tenían varios meses viviendo en Querétaro. Luego de la entrevista, los tres volvimos a la CDMX, Lulú y yo tomamos un montón de cervezas y encontramos en algún punto de la CDMX a Chinaski. Cuando la vimos, ya estaba un poco ebrio. Tenía la impresión de que la entrevista había sido todo un éxito, pero no quería pensar demasiado en la entrevista. Era mi última oportunidad. Si el Jurado me reprobaba, ya no podría ingresar a ese posgrado.
Tal vez Lulú lo propuso y decidimos ir a la Cineteca, Control tenía algunos días en cartelera, y Lulú y Mike querían verla. Ni a Chinaski ni a mí nos interesaban Ian Curtis o Joy Division. A Chinaski le daba igual Joy Division. A mí me chocaba. Me parecía una de esas bandas que todo mundo había comenzado a escuchar, pero no tanto por su música ni por interés en el post-punk, sino por marketing. O por las cosas que el periodismo de rock cuenta sobre la epilepsia y la depresión que llevaron a Ian Curtis a suicidarse a los veintitrés años, ahorcándose en la cocina de su casa, horas antes de que Joy Division partiera a su primera gira en Estados Unidos.
No recuerdo cómo llegamos, pero el punto es que allí estábamos: en las butacas de la tercera o cuarta fila de la sala A, B o C de la Cineteca. Debió de ser un jueves de mayo. Chinaski estaba a mi izquierda, Mike y Lulú estaban a mi derecha, y nos pasábamos una botella de vino. Chinaski era la única sobria, ella no había tomado una sola gota de alcohol, ella nunca tomaba una sola gota de alcohol, y yo no le prestaba mucha atención a la película, me daba igual el origen de Joy Division en alguna oscura reunión en Manchester en la década de los setenta, me daba igual si a Ian Curtis le resultaba imposible lidiar con la presión de la banda y si su matrimonio se desmoronaba y si de todo eso obtuvo inspiración para escribir “Love will tear us apart”; yo solamente hablaba y hablaba con Chinaski, me sumergía en la penumbra de la sala y me perdía en los confines de sus impresionantes ojos del color del Mar Caribe, la amaba con todo mi corazón, la admiraba y le decía cómo me sentía, que tenía la impresión de que la entrevista había sido todo un éxito, que al final de la entrevista un miembro del Jurado me había preguntado por qué quería ingresar a ese posgrado y que yo le había dicho que prefería ser el peor de los mejores que el mejor de los peores, y ella se rió y me dijo que eso había estado un poco fuera de lugar. Le dije que no sabría qué haría si me volvían a rechazar en el posgrado, que tal vez eso significaría que no tenía vocación para la investigación, y ella me reconfortó, me dijo que todo saldría bien, que no tenía por qué preocuparme.
De pronto, tuve un blackout.
Pasó lo que pasó, de lo que no tengo recuerdo alguno, y salimos del cine, debieron de ser las ocho o nueve de la noche, y probablemente no podía ni hablar ni pensar coherentemente y probablemente no podía caminar en línea recta, y estoy casi seguro de que Lulú y Mike nos acercaron a alguna estación del metro en su camioneta y que entonces Chinaski y yo volvimos a nuestros rumbos y que luego salimos del metro y que yo la llevé a su casa y que me sentía feliz, que la amaba con todo mi corazón, que tenía la impresión de que mi entrevista había sido todo un éxito. Luego nos despedimos y luego caminé hasta la casa de mis papás, tal vez llovía un poco, ya debían de ser más de las diez de la noche, ya no estaba tan ebrio, pero estaba exhausto. Me tumbé en la cama y llamé por teléfono a Chinaski, y, después de una breve conversación que no recuerdo claramente, me sentí exhausto y colgamos y me acosté a dormir. Años después, cuando discutimos por alguna tontería de esas que suscitan cataclismos en las parejas que se mudan a vivir solas, Chinaski se enojó mucho conmigo y me contó todo, me dijo qué hice cuando tuve ese blackout en la Cineteca. Y jamás he podido superarlo, me convertí en algo que odio y ni siquiera tengo recuerdo de ello.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario