lunes, enero 02, 2017

Prefiero no hablar de Dios



Todo empezó una madrugada. 

Tenía aproximadamente tres meses bebiendo cerveza a todas horas. 

Me acostaba por la madrugada con el estómago lleno de Heineken
Tenía botellas de 600 ml por todo el departamento. 

En ese momento leía lo que acababa de escribir.
Estaba ebrio, miraba fijamente la pantalla de la computadora y sonaba una canción de Clouds Nothing.

El malestar llegó en oleadas y poco a poco fui tomando consciencia de él. 

Primero sentí como si tuviera una flema atorada en la garganta. 
Carraspeé una y otra vez para aclarármela, pero el malestar continuó.
Cada vez que carraspeaba, me costaba más trabajo producir saliva y la sensación se intensificaba y me resultaba más difícil llevar aire a los pulmones a través de la boca. 

Tampoco podía tragar saliva y tenía seca la garganta. 

Los síntomas me pusieron paranoico y la idea de que podría morir por asfixia empezó a cruzar mi cabeza.

Apagué la computadora.

Estaba aterrado.

Caminé hasta la cocina, tratando de dominar la desesperación.
Llené un vaso con agua. Me temblaban las manos. 

Me bebí el agua y el agua empeoró la situación.
En lugar de refrescarme, aumentó el sofocamiento. 
También sentía como si tuviera un pedazo de hielo atorado en la garganta.

La paranoia aumentó.

Me acosté en la cama y al cerrar los párpados, los síntomas encrudecieron.

No podía ignorar la sensación de tener algo atorado en la garganta.

Me levanté de la cama y caminé en círculos y de un lado a otro, por todo el departamento, esperando que el malestar desapareciera o que el cansancio fuera tan combativo que me hiciera ignorarlo. 

Estuve varias horas así.

Fue una madrugada infernal.


Pensaba en lo que decía Fadanelli acerca de la inmortalidad y también en lo equivocado que estaba cuando estudiaba la licenciatura y tenía colitis de vez en cuando y pasaba toda la noche sin dormir y creyendo que eso era lo peor que podía ocurrirme

Mi esposa dormía y el malestar era tan intenso que tuve que despertarla.

Le dije que me sentía muy mal y que tenía varias horas así.

Ella no le dio mucho importancia, y tenía razón. 
Era tan común que yo tuviera un mal viaje debido a los excesos, que ya la tenía harta.

Siempre que la despertaba porque me sentía mal, ella me decía que ya era hora de que dejara las drogas y yo le decía que sí lo haría.

Cuando volvía a sentirme bien, recaía.   

Me acosté en la cama otra vez. 
No podía ignorar la sensación de tener algo atorado en la garganta. 
Pensaba que nadie podría ignorar esa sensación, porque era un reflejo.
Tu garganta está diseñada para expulsar objetos extraños, automáticamente. 

En algún momento, logré quedarme dormido.

Por la mañana, estaba preocupado pero me sentía normal.

Estaba desconcertado. 
¿Qué diablos me había ocurrido?
¿Se trataba de una úlcera en la garganta?
¿Se trataba de un tumor?

Jamás había sentido algo así.

Fui a consulta con un médico general.
Le expliqué los síntomas. El genio me recetó clorfenamina compuesta. 
Yo insistí en que no tenía inflamada la garganta.
Él insitió en que yo tenía la garganta inflamada.  
Yo sospechaba que tenía algo mucho peor.

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La frecuencia y la intensidad del malestar aumentaron en un lapso de dos meses, y tuve que consultar a un especialista. 

Saqué una cita por teléfono con un gastroenterólogo.
Su consultorio estaba en El Hospital Ángeles.

Le expliqué los síntomas y me revisó.
Hizo algunas preguntas respecto a mis hábitos y dijo que temía que yo tuviera algún tumor.

Al día siguiente, me hizo una endoscopía.
Me diagnosticó una hernia hiatal condicionada por reflujo gastroesofágico.

Seguí al pie de la letra varios tratamientos médicos, durante casi dieciocho meses. 

Además, cambié mi dieta, dejé de fumar y de beber alcohol.
Hubo cierta mejoría, pero volvía a sentirme mal cuando suspendía el tratamiento. 

El uso de tantos medicamentos me provocó mononeuropatías y náuseas que duraban gran parte del día. 

Los efectos colaterales eran tan desagradables que ni siquiera podía sentarme a leer, o a escribir. 

No podía salir a la calle sin una bolsa de emergencia para el vómito. 

El transporte de la casa al trabajo era toda una odisea. 

No podía ignorar mi malestar y estaba consciente de todo lo que sentía.
Todos los ruidos, aromas y movimientos, aun cuando fueran imperceptibles para cualquier otra persona, me hacían sentir terrible.  

El olor de la comida grasosa, me provocaba unas terribles arcadas.
La posibilidad de vomitar me ponía ansioso. 

No pasaba un día completo sin sentirme mal. 
Consulté a varios gastroenterólogos. 
Todos sugirieron que la única opción que quedaba era la cirugía.

El miércoles 4 de mayo del 2016, me operaron.


Me instalé en la habitación y me puse la bata que me dio la enfermera. 
Luego ella me pidió que me acostara en la cama, me rasuró la zona del abdomen y después me puso un catéter.

El gastroenterólogo apareció en la habitación para saludarme y me preguntó si yo era religiosos y si quería que pusieran una cruz o algo similar en la habitación.

Le dije que no profesaba ninguna religión y que no necesitaba nada de eso. 

Jamás había estado en el quirófano, y hasta ese momento empecé a pensar en ello.

Durante muchos años pensé que debía pasar por una experiencia de ese tipo.

Me sentía extraño cada vez que iba a algún consultorio médico y me preguntaban si me habían hecho alguna cirugía y yo contestaba que no. 

Sin embargo, ante la inmediatez de la cirugía, empecé a pensar que era una probabilidad no despertar. 

Sólo pensaba en qué pasaría con mi esposa, si yo moría durante el procedimiento quirúrgico.

Me puse los audífonos y empecé a escuchar a Hüsker Du, para dejar de pensar en cosas trágicas y posibles. 

La enfermera volvió a la habitación y me dijo que era hora. 
La cirugía estaba programada para la una de la tarde.
Ella me transportó en silla de ruedas hasta el quirófano. 

En el quirófano, el anestesiólogo me hizo algunas preguntas sobre mis actividades profesionales mientras la anestesia surtía efecto.

Ya no supe nada de mí hasta cuatro horas más tarde, cuando desperté en la habitación. 

Me sentía realmente mal.
Irónicamente, parecía que todos los síntomas del reflujo gastroesofágico se habían agravado.

El gastroenterólogo fue a visitarme a la habitación y me dijo que ese malestar era normal.
Me explicó que me habían entubado durante el procedimiento quirúrgico. 

Sentía muchas flemas atoradas en la garganta y la situación me desesperaba.  
Sentía que me ahogaría con mis propias flemas y no podía tragarlas. 

Tenía mucha sed, pero pude beber agua hasta el jueves.
Estuve en el hospital hasta el viernes por la tarde. 


La primera noche en el hospital no pude moverme mucho. 

Estuve dormitando y viendo la televisión. 

Tan sólo cambiar de posición en la cama, me costaba mucho trabajo y me provocaba mucho dolor. 

La herida que había dejado el procedimiento quirúrgico en el abdomen tenía entre 10 y 15 centímetros y estaba cubierta con una gasa. 

El gastroenterólogo me había dicho que podía realizar una laparoscopía, pero yo quise una cirugía tradicional. 

Yo quería tener una cicatriz que me recordara el tormento por el que había pasado. 

Mi esposa dormía junto a mí, acostada en un sillón.

El televisor estaba encendido e iluminaba la estancia de un modo fúnebre. 

Sólo había unos cuantos canales de cable. 

Le dejé en Fox Sports
Sólo repetían dos juegos de la Champions League

La semifinal entre el Real Madrid y el Manchester City, y otro partido del Villarreal

Jamás había asociado el futbol con el malestar. 

Todo esto fue tan intenso que no he vuelto a ver un partido de futbol.  

Tampoco he vuelto a escuchar a Clouds Nothing.

En Fox Sports
pasaban con frecuencia comerciales alusivos a las olimpiadas de Río de Janeiro. Presumían una cobertura muy completa. Ellos serían los únicos que los transmitirían para México

En algunos comerciales, salían mujeres en traje de baño.
La libertad y erotismo que transmitían esas mujeres parecía algo inalcanzable para mí. 

Me sentía tan abatido, que tuve que aferrarme a la idea de que cuando comenzaran las olimpiadas ya me sentiría mucho mejor que en ese momento. 

Quién diría que encontraría esperanza en la televisión. 


Mi esposa me acompañó todo el tiempo.
Apenas salía de la habitación para comer o para realizar algunos pagos. 
Siempre estuvo al pendiente de mí y animándome.  

No sé si algún día se cansará de mí, pero sí estoy seguro que jamás amaré a nadie como a ella.

A veces me molesta que algunos miembros de mi familia se comporten como si no tuviera la menor importancia haberme casado con ella. 

No es que yo hubiera estado esperando toda mi vida, el día de mi boda.  

No me parece que ellos hayan pensado alguna vez cuánto amo a mi esposa y cuán importante es para mí.  

Es absurdo. Ellos saben que yo no soy una persona tan buena y sin embargo ella y yo tenemos casi diez años juntos. 

No merezco a una mujer tan buena como ella. 

Fue tan deprimente estar en el hospital, dependiendo de mi esposa para todo.

Fue tan deprimente permanecer acostado en la cama, sin otra cosa que ver televisión.

No entiendo cómo algunos adultos pueden pasar todo el día viendo televisión. 
Es infernalmente aburrida. 

Me dolía cualquier movimiento que hacía en la cama -incluso voltear la cabeza e intentar cambiar de posición-, y no tenía humor para leer o conversar.

Cuando salí del hospital, fue más deprimente. 
Mis papás llegaron en su auto, para llevarme a la casa.
Una enfermera me ayudó a subir a una silla de ruedas y me metió en un elevador.

Al salir del elevador y levantarme de la silla de ruedas, me sentía muy débil.

La herida me dolía intensamente, a cada paso que daba. También me dolía si intentaba erguirme. Sentía como si mi piel fuera una liga y no pudiera estirarla más de dos centímetros, sin sentir un intenso dolor. 

En el departamento, la herida siguió doliéndome varios días.

Tomaba una pastilla de Tramadol cuando el dolor era muy intenso.  
Había leído que ese analgésico era muy adictivo y lo evitaba en la medida de lo posible.

Todas las mañanas al bañarme, miraba la herida y detestaba la cicatriz que me quedaría. 
Lucía como un camino de piel chamuscada, arriba del ombligo. 
Imaginaba qué pensaría la gente de mí, cuando me viera con el pecho desnudo en una alberca. Pensaba que sentirían repugnancia y que me dejarían la alberca a mi solo.

La sutura sobresalía en los dos costados de la herida. 
Al limpiarme la herida, tocaba con mucho cuidado el hilo quirúrgico, temiendo arrancarlo accidentalmente y abrir la herida y comenzar a sentir dolor y a escurrir sangre por todo el baño, como en una película de terror. 

No soportaba la posibilidad de que el hilo quirúrgico pudiera atorarse con cualquier objeto y que se desprendiera y que me causara dolor. 
No podía ignorar la posibilidad de que cualquiera de mis gatos me lastimara por accidente.

Me sentía tan vulnerable que procuraba pensar en cualquier otra cosa. 

Una mañana me cansé de desayunar jamón de pechuga de pavo y papaya, y me comí un pan de dulce. Sólo era un pequeño panqué de nuez. Le quité las nueces. 

Por la tarde, me dieron ganas de vomitar. 
El médico me había dicho que había formado una válvula con el fondo de mi estómago y con mi esófago para que los ácidos gástricos no ascendieran ni al esófago ni a la garganta, y que el procedimiento quirúrgico había bloqueado mi reflejo del vómito.

Toda esa tarde me sentí fatal, temiendo devolver el estómago o ahogarme con mi propio vómito porque se suponía que no podía vomitar. 
Debido a la inmediatez de la cirugía, ni siquiera podía eructar. 

Mientras me sentía terrible y no podía dejar de odiar mi existencia, veía televisión. 
Jugaban un partido de liguilla los dos equipos de Nuevo León. 
Aparentemente, el juego estaba buenísimo. 
Yo sólo quería que las arcadas pasaran.

Otra mañana, el dolor de la herida era tan intenso que me tomé un Tramadol. 
Había olvidado que unas horas antes me había tomado un inhibidor gabaérgico porque las mononeuropatías eran insoportables. 

Tuve un malviaje espantoso.
Me sentía borracho -ni siquiera podía enfocar la vista- y las arcadas eran terribles. 
Por televisión pasaban un partido entre el Báyern de Münich y el Borussia Dortmund en el Estadio Olímpico de Berlín

Algunos días, el dolor era tolerable y podía leer.
Tenía tanto tiempo libre que acabé La muerte del padre y Mr. Vértigo en una semana.
Estaba muy sensible. Casi cualquier pasaje de Knausgård o de Auster me hacía llorar. 

A pesar de la incomodidad con la que tenía que lidiar regularmente, no la pasaba tan mal pero un día perdí el control. 

Un sábado llegó a visitarme al departamento, uno de mis familiares. 


En realidad, yo no quería recibir visitas y no lo decía por compromiso. 
Me sentía muy débil y estaba de malhumor. 
Toda mi ropa me quedaba enorme. 
No tenía ganas de conversar. 

Mi familiar me dijo que había orado para mi pronta recuperación y que Gracias a Dios los médicos habían realizado bien la cirugía. Continuó con un pequeño discurso Bíblico. 

Dijo solemnemente "Tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. Romanos 8:18". 


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Temí que en cualquier momento me tomara de la mano y me obligara a orar.
Siempre ha tenido claro que yo no comparto sus creencias, pero no le importa. 

Jamás ha entendido que la evolución no es provenir del "chango" sino entender por qué las bacterias cada vez se vuelven más resistentes a los antibióticos. 

Guardé silencio durante algunos minutos. 

Desde niño, he odiado todo lo litúrgico. 

Cuando mis papás me obligaron a hacer la primera comunión y tuve que acudir al catecismo, yo estaba convencido de que no me interesaba saber la vida de Jesús.

Era horrible estar en un aula con un montón de niños que creían ciegamente en la resurrección o en la conversión del agua en vino, y que repetían todo lo que les decían las catequistas. 

No podía dejar de observar a la gente que estaba en el catecismo y no podía dejar de sentirme infectado de un virus letal. 

La mayoría de los niños olían mal y se veían sucios.

Tenían las cabezas llenas de piojos y los oídos llenos de cerilla. 

No cuestionaban nada.

Creían ciegamente en todo lo que les decían las catequistas. 

Además, las catequistas no dejaban de tratarnos como si fuéramos unos delincuentes en potencia, o como si tratáramos mal a nuestros padres. 

El Triunfo de la Muerte. Peter Brueghel, 1562. 

Tal vez no tiene ninguna relación, pero cada vez que escuchaba "la palabra del Señor", no podía dejar de pensar en la gente de la Edad Media, en el fanatismo de la Inquisición y en la falta de higiene que provocaba epidemias que causaban miles de muertes. 

Ahora, cada vez que oigo rezar a alguien, no puedo evitarlo y pienso en todas estas cosas. 

Mi familiar, tal y como me lo temía, empezó a orar en el departamento, aun sabiendo que yo no estoy de acuerdo con sus creencias. 

Cada vez que tiene la oportunidad, me quiere dar un consejo bíblico. 

Es triste que tu única referencia sea un libro que fue escrito hace 1, 500 años por quién sabe cuántas personas.

Es triste que sólo confíes en ese libro, acerca de lo que está bien y de lo que está mal.

Es peor que dejes que ese libro les enseñe a tus hijos qué está bien y qué está mal. 

La herida comenzó a dolerme mucho, pero no quise darle importancia.

Mi familiar continuó rezando y repitiendo versículos de La Biblia.

No pude ignorarlo más.  

(¡No había transcurrido ni una semana desde la operación!) 

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Estaba débil y no tenía ganas de escuchar la palabra del Señor, así que lo interrumpí.

Le dije que la cirugía había salido bien, gracias a los médicos; no, gracias a Dios. 

Obviamente, se disgustó -su semblante cambió de un momento a otro-, y me dijo que de seguro yo creía que los humanos proveníamos del chango. 

(¡Por favor, me sentía mal y mi familiar quería discutir!)

Yo le respondí que creía en la evolución pero que no proveníamos exactamente del chango.

Me dijo que había grandes científicos que creían en Dios y empezó a hablarme de Einstein.

Obviamente, él se sabía la versión incompleta. 
Esa versión que le cuentan a los cristianos. 

No sabía que Einstein ya estaba harto. 
Todo mundo le preguntaba siempre si creía en Dios (ya que él estudiaba el universo y para muchas personas fue creado por Dios) y les dijo que sí para que ya no lo molestaran.

Mucho menos sabía que el Dios de Spinoza -el Dios en quien creía Einstein-, no era, precisamente, el Dios católico, sino la Naturaleza, en su máxima expresión. 

Estaba tan débil que no quise entrar en detalles. 


Yo no hablo de Dios, pero eso no significa que esté esperando a que alguien llegue a hablarme de él, ni que estoy esperando a que alguien me quite la venda de los ojos ni a convertirme a cualquier religión.

Si yo no hablo de Dios, tampoco significa que nunca haya estado al borde de la muerte, o en una situación difícil y que por eso nunca haya acudido a Él.

Lo que no entienden es que no todas las personas afrontamos de la misma manera las cosas que nos perturban. 

Cuando alguien necesita a Dios -que le digan qué está bien y qué está mal, o que la muerte es sólo un sueño y que será como una vida en la que se le multiplicarán por cosas buenas todos los sacrificios que pase en esta vida-, esa persona lo buscará. 
Nadie tendría por qué imponérselo a nadie. 

Es terrible que a los niños sus papás o sus abuelos les metan pensamientos mágicos en la cabeza y que luego esperen que los niños se conviertan en unos adultos razonables. 

Estoy convencido de que si yo tengo un hijo, tarde o temprano alguien de la familia le hablará de Dios, aun cuando yo haya mostrado mi molestia. 

No sé cómo reaccionaré, pero obviamente no me voy a quedar callado. 

Lo que menos quiero en la vida es tener un hijo sin sentido común. 

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