domingo, abril 17, 2022

Correr es yin, escribir es yang


Son las ocho y media de la mañana. Ya vuelves a la casa después de correr 6 kilómetros en 26 minutos. Es el mejor tiempo que has hecho. Todavía no cumples ni un año corriendo. Empezaste a correr en julio del año pasado. Y no corres todos los días. Es un tiempo estupendo.

Te quitas los audífonos –la música siempre te acompaña, e incluso tienes una playlist para salir a correr– y vuelves a revisar tu tiempo en la aplicación del teléfono. Todavía reverbera en tu cabeza la última canción de GN'R que sonaba en los audífonos. Y no puedes dejar de pensar “Hoy corrí 6 kilómetros en menos de 30 minutos. Al principio corría 4 kilómetros en 40 minutos.” 

Te sirves agua en un vaso y lo tomas y lo llevas a tus labios. Mientras bebes y sientes cómo el líquido vital humedece tu lengua y tu paladar, y luego baja hasta el fondo del estómago atravesando el esófago, te sientes tan vigoroso y tan despierto que piensas que podrías correr un maratón. Y te preguntas cuáles serían tus límites, si no corrieras a 2, 260 metros sobre el nivel del mar; si pudieras dedicarte profesionalmente a correr; si, de pronto, encontraras un patrocinador y ya no tuvieras que trabajar en otra cosa; si te dedicaras a correr de tiempo completo y corrieras entre ocho y diez kilómetros diarios; si invirtieras en equipo para correr profesionalmente; si te compraras unos tenis Nike Air Zoom Terra Kiger, o unos tenis Ultraboost Web DNA –supuestamente comodísimos y ligerísimos–, de esos que cuestan entre $3, 000 y $5, 000 MXN; si te compraras unas playeras dry fit –supuestamente comodísimas y ligerísimas–, de esas que cuestan entre $1, 000 y $2, 000 MXN; si te compraras unos shorts Rebook, unos leggins Puma, cosas así. 

Le das otro sorbo al vaso con agua. Sientes otra vez cómo el agua recorre tu garganta y cómo viaja hasta el fondo de tu estómago. Piensas que tal vez no hay otro momento del día en el que el agua sea tan placentera. Piensas en que no deberías darle más vueltas al asunto cuando hablas del sistema de recompensa cerebral en clase: tomar agua cuando tienes sed es un ejemplo contundente

Colocas el vaso en la mesa. 

Exhalas e inhalas profundamente. Tus pulmones se inflan y se desinflan. Tus músculos se tensan y se relajan. El sudor cae por tu frente. Tienes el cabello húmedo. Apenas son las ocho y media de la mañana, y ya corriste. Los ruidos apenas comienzan a inundar el vecindario. La mayoría de tus vecinos apenas están despertando y comenzando sus días. 

Te sientes más despierto que aquellos días en los que no salías a correr. Ya estabas despierto desde las cinco de la mañana y te levantabas de la cama, pero te sentabas a escribir. A veces estabas dos horas buscando las palabras apropiadas para escribir una idea y no pasabas de un párrafo, o te distraías en otras cosas: leyendo denuncias absurdas en Internet, leyendo quejas absurdas en twitter, leyendo notas absurdas en Facebook, viendo fotografías absurdas en Instagram, viendo bailes absurdos en TikTok... Y el resto del día estabas somnoliento y cansado, como si te hubiera pasado un tren encima. A veces, si lograbas enfocarte en los primeros cinco minutos después de haberte levantado de la cama, podías escribir horas y horas. 

Correr es muy aburrido y deberías estar satisfecho. No puedes dejar de repetirte “Hoy corrí 6 kilómetros en menos de 30 minutos. Al principio corría 4 kilómetros en 40 minutos.” Y sin embargo, no estás satisfecho. Más bien, te sientes frustrado. Siempre estás quejándote de algo, como la gente de twitter. 

Piensas que siempre hay un precio que pagar, que las cosas son como lo dice Carrère con palabras mucho más elocuentes: siempre hay un yin y un yang; lo hueco es yin, lo lleno es yang; leer es yin, escribir es yang; la música es yin, la pintura es yangyin es poesía, yang es prosa. Correr es yin, escribir es yang

El precio que has pagado para correr 6 kilómetros en menos de media hora es dejar de escribir. Y no es un asunto trivial. Escribes desde niño, desde que aprendiste a escribir. Los fines de semana, por ejemplo, cuando tus papás aún dormían, después de haber tenido toda una semana con sus ocupaciones adultas, te levantabas temprano y te asomabas por la ventana, junto a tu cama. Tu recámara en ese departamento en el quinto piso de un edificio estaba orientada hacia el este. Veías despuntar el sol. Veías cómo el sol parecía bañar con un matiz rojizo al Iztaccíhuatl y al Popocatépetl. Ese paisaje estremecía tu corazón de niño y te encantaba, y esa soledad (relativa) en tu recámara –con tus papás en la recámara contigua– también te encantaba. 

Apenas habías aprendido a escribir y te sentabas en la alfombra y te ponías a escribir. También jugabas como cualquier otro niño, pero, quién sabe por qué, desde entonces escribir era un impulso, era una necesidad, era como tomar agua cuando estás sediento. Y escribías por satisfacción. No te interesaba que nadie leyera lo que escribías. No escribías para impresionar a nadie. No escribías para que nadie dijera que eras escritor.

Ahora o corres o escribes. Si corres, en lugar de escribir, alcanzas un ritmo de 6 kilómetros en 26 minutos (¡menos de 5 minutos por kilómetro!); pierdes el ritmo para escribir y tropiezas con lugares comunes, y quieres que el mundo sepa que escribes, que el mundo te ponga una etiqueta (“escritor de ciencia ficción”, “escritor de terror”, “escritor de recetas de cocina”, “escritor de cartas de amor”, “escritor de discursos de graduación para primarias y secundarias”) y que el mundo te pague por escribir. 

Si escribes, en lugar de correr, estás ensimismado todo el día, como si te hubiera pasado un tren encima, como si el alcohol te hubiera puesto una venda en los ojos... 

Correr es yin, escribir es yang

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