miércoles, junio 19, 2019

19 de junio de 1990


Cuando tenía nueve años, mi mamá trabajaba hasta las dos de la tarde.

Mi hermano y yo salíamos de la escuela a la misma hora que ella, así que mi abuelo iba a recogernos. 

Él llegaba a la escuela en su bicicleta negra. 

Mi hermano se sentaba en un asiento improvisado en la barra de la bicicleta, enfrente del abuelo, y yo me sentaba en el asiento trasero de la bicicleta, detrás del abuelo.

Algunas veces mi hermano y yo cambiábamos lugares.

Los recorridos  de regreso a la casa eran divertidos.
Mi abuelo era muy hábil para conducir la bicicleta y manejaba muy rápido.
Todavía recuerdo el viento contra mi cara.

Nunca perdió el equilibrio de la bicicleta y nunca nos caímos... o, al menos, no recuerdo que nos hayamos caído.  



El abuelo también tenía una motocicleta.  

Él había trabajado muchos años en El Servicio Postal –según mi mamá, fue testigo de cosas terribles, como los montones de cadáveres que vio apilados en el patio de un Edificio de Gobierno poco después de la matanza de estudiantes en La Plaza de Las Tres Culturas– y creo que entonces, cuando iba por nosotros a la escuela, se había jubilado recientemente, así que algunas veces parecía olvidar que mi hermano y yo sólo éramos unos niños y que él estaba manejando una bicicleta. 

Debido a la velocidad con la que él conducía, una vez que mi hermano se sentó en el asiento trasero de la bicicleta, su mochila se abrió y perdió algunos de sus cuadernos. 
Nos dimos cuenta hasta que llegamos a la casa.  

Nos reímos mucho. 

Eran mis últimos días en la primaria. 

En esos días, en la escuela había una fiebre por La Copa del Mundo... incluso hacía poco tiempo que la profesora de Educación Física había organizado un torneo de futbol.

Mi equipo había estado conformado por los compañeros menos atléticos de toda la clase.
Yo era el capitán y uno de mis mejores ex-amigos era el capitán del otro equipo. 
No recuerdo por qué ya no éramos amigos, pero sí recuerdo que él escogió a los compañeros más altos y más fuertes para su equipo y que entonces yo tuve que formar a mi equipo con el resto de la clase. 

Tal y como era de esperarse, empezamos a perder todos los partidos. 
Nos anotaban unos goles muy tontos, así que decidí ponerme de portero.
Aun cuando el equipo no tenía a los mejores delanteros, conseguimos llegar a la final y se la ganamos al equipo de mi enemigo.

Él se burló de nosotros, minimizó el torneo y dijo que el torneo nunca le había importado.
Era un mal perdedor.  


El 9 de junio de 1990, mi abuelo fue a la escuela por mi hermano y por mí y nos llevó a la casa, como había estado haciéndolo en el último año. 

El departamento en el que vivíamos era pequeño pero tenía una gran vista. 
Desde la ventana que estaba cerca de mi cama, todos los días podía ver el Iztaccíhualt y el PopocatépetlEra una vista asombrosa. 

Vivíamos en el quinto piso, así que supongo que esa tarde de junio mi abuelo nos dejó en la entrada principal del edificio y que mi hermano y yo subimos las escaleras mientras él volvía a su casa en su bicicleta negra.

Tan pronto como me quité el uniforme de la escuela, encendí el enorme televisor blanco y negro que teníamos en la recámara. 

El canal de las caricaturas había sido usurpado por La Copa del Mundo.
En Roma, jugaban las selecciones de Italia y de Checoslovaquia

Me senté en el viejo sofá que había enfrente del televisor.



Unos minutos después, Roberto Baggio recibió el Etrusco en el mediocampo –el balón del mundial era una belleza–, cerca de uno de los bordes de la cancha. 

Parecía una jugada irrelevante. 
El jugador de la Fiorentina no tenía ninguna oportunidad de anotar un gol desde allí.

Le dio el balón a otro jugador italiano y éste se lo devolvió inmediatamente
Entonces Baggio condujo el balón muy rápido. Era tan hábil engañando a los rivales que dejó sembrados en el césped más o menos a cuatro checoslovacos. Uno de ellos intentó arrebatarle el balón, barriéndosele a los pies. 

Baggio era tan rápido y vertiginoso que parecía un jugador de otro planeta. 

En unos cuantos segundos, llegó al área checoslovaca. 

Engañó a otros par de jugadores, sin perder el control del Etrusco
Luego, sin detenerse, hizo una especie de giro sutil de la cintura y dejó en el césped al último defensor. Con este movimiento sutil también engañó al portero

Pateó el balón y anotó un gol.
La afición italiana enloqueció. 
Fue un gol asombroso.

Más o menos así fue cómo comencé a ver Las Copas del Mundo.
Han pasado casi treinta años desde entonces.

El futbol no sólo son veintidós individuos persiguiendo un balón... ¿o sí? 


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