viernes, agosto 27, 2021

Love Is Strong



El sonido me golpeó en el cerebro como una droga administrada por vía intravenosa. Fue como si repentinamente estuviera experimentando la liberación de endorfinas al torrente sanguíneo para mitigar el dolor de una vieja herida de guerra. 

Se trataba esencialmente de tu ritmo, de los latidos de tu corazón, de tu alma gritando “¡Soy un Rolling Stone!” Era tu marca. Era como una ola de sonido abriéndose camino entre las murallas líquidas de las cócleas de mi memoria. Era tu estilo. Eran los cimientos de las canciones de una banda británica de rock n' roll que parecía indestructible. 

Cuando recibí el golpe, no sabía que habías discutido una vez con Jagger. De acuerdo con la prensa, estaban en una gira y él entró furioso a una habitación del hotel en el que se hospedaban, preguntando “¿Dónde está mi baterista?” y más tarde apareciste abruptamente en el lobby de ese hotel y le diste un puñetazo en la cara y le dijiste “¡No soy tu baterista: tú eres mi cantante!” Tampoco sabía que habías escrito un libro con poemas y con dibujos, en honor a Charlie Parker. 

En ese momento, sólo sabía que eras Charlie Watts, el sujeto de bajo perfil de “Sus Satánicas Majestades”. Vagamente recordaba haber escuchado Get Yer Ya Ya's Out! en los primeros años de mi vida, cuando vivíamos en un pequeño departamento y mi papá leía el periódico en la sala cada domingo. Vagamente te recordaba saltando, vestido todo de blanco y sosteniendo un par de guitarras eléctricas, en la portada de ese álbum. Un burro estaba detrás de ti. Cargaba algunas piezas de la batería y otra guitarra eléctrica. Los dos estaban en una especie de carretera abandonada. La fotografía me intrigaba y me hacía pensar en los extraños caminos a través de los cuales podía llevarme el rock n' roll.  

Mi papá encendía una tornamesa Stromberg Carlson y escuchaba ese álbum más o menos cada domingo y yo solía jugar más o menos cada domingo en la sala de ese pequeño departamento, de tal modo que asocié esa comodidad y esa felicidad –libre de cuestionamientos y de prejuicios–, con las canciones de Los Stones. Ahora, mientras escribo estas líneas, soy consciente de que los beats de tus canciones me acompañaron en varios rituales de la infancia. 

Mientras experimentaba esta especie de shot intravenoso de opiáceos, me encontraba en otra sala y tenía trece años de edad. Después de haber vivido varios años en el quinto piso de un departamento, nos acabábamos de mudar a nuestra casa propia. Varias cosas habían cambiado. Mi papá, por ejemplo, ya no escuchaba Get Yer Ya Ya's Out! cada domingo. Entonces tenía una extraña fiebre por Miami Sound Machine, por Santana y por Charly García (o así lo recuerdo), y usaba un reproductor de discos compactos. Yo tenía un par de semanas en la preparatoria.  

Sin embargo, la sensación provocada por la música fue tan poderosa que, en cuanto el inconfundible redoble de tus tarolas abrió la canción, algunas imágenes de mi infancia se precipitaron en mi cabeza. Llegaron intempestivamente, en forma de avalancha. De nueva cuenta, Los Stones emergían de un dispositivo electrónico –en este caso, de un viejo televisor– y como parte de un ritual altamente emocional, remontándome, instantáneamente, a la comodidad y a la felicidad de otros tiempos. 

Mick, Keith, Roonie y tú eran unos gigantes en blanco y negro, con matices en sepia y en gris, en la pantalla. Una armónica acompañaba a tus tarolas, y también lo hacían los riffs de la Telecaster y las líneas del bajo de Richards y de Wood. Jagger cantaba “Your love is strong”, mientras tus colegas recorrían la Ciudad de Nueva York haciendo alarde de las habilidades que los catapultaron a la fama a finales de la década de los sesenta. Tú estabas, como siempre, sentado detrás de la batería, en esta ocasión junto a unos gigantescos tanques de agua que formaban parte de la escenografía, sosteniendo las baquetas con ese peculiar estilo de baterista de jazz que te caracterizaba, sonriendo y actuando de un modo parsimonioso, casi meditabundo y relajado, como si quisieras dar el mensaje de que ser quien llevaba el ritmo en Los Rolling Stones era el trabajo más fácil del mundo. 

Algunas mujeres saltaban por las calles y aparecían tomando el sol en las azoteas, o fumando y esquivando el tráfico del epicentro del capitalismo, hasta que todos los integrantes de la banda, ya sin sus instrumentos, se reunían en Central Park.

Fue como si la música, la letra y el video de la canción, se alinearan con todos los asteroides de la galaxia en un momento preciso. Resultó asombroso que la sala de una casa y que un adolescente sentado frente al televisor en la sala de una casa, en una tarde cualquiera, formaran parte de esa coincidencia. En retrospectiva, creo que estos tres elementos –música, letra y video– me enviaban un mensaje similar al que me había enviado la portada de Get Yer Ya Ya's Out! en la infancia, y nos encontrábamos otra vez, pero más viejos, en uno de los extraños destinos a los que nos había llevado uno de los extraños caminos del rock n' roll.  

Todo esto ocurrió a mediados de los noventa –hace muchos, muchos años–, varios meses antes de que todos ustedes vinieran por única ocasión a dar algunos conciertos a México, y, sin embargo, lo recuerdo como si hubiera ocurrido esta misma mañana porque es la forma en la que mi mente está tratando de decirme que no he logrado asimilar que Los Rolling Stones son historia, Charlie.

domingo, agosto 15, 2021

Las tierras arrasadas de Emiliano Monge



Alrededor de una tensa historia de amor entre una mujer sorda y un hombre infeliz que quieren huir de las hostilidades de su pasado, Emiliano Monge desarrolla esta novela que se mete en las vidas de los migrantes que intentan cruzar la frontera sur de México en busca del sueño americano, pero que, en el trayecto, quedan atrapados en una red de trata de esclavos y son sometidos a la crueldad de personajes despiadados y codiciosos que lidian con la muerte cotidianamente y que forman parte de un negocio del que no hay escapatoria. 

La narrativa es poco convencional y de largo aliento, y oscila entre la prosa poética y el lenguaje coloquial que transmite la desesperanza y la resignación de los efímeros habitantes de las tierras arrasadas. 

viernes, agosto 06, 2021

Completando viaje



Por segunda vez en la semana he venido a la universidad. En los últimos dos meses he venido más veces que todas las veces que vine en los primeros 3 ó 4 meses de la pandemia. Hace una semana, por ejemplo, vine a recoger un vale y a firmar unos papeles, y apenas este miércoles vine a firmar otros papeles y a recoger el comprobante de un equipo de importación. El miércoles estuve más tiempo en la entrada, intentando convencer a los vigilantes de que había solicitado mi acceso –uno tiene que llenar un formulario en Internet y esperar a que el responsable del área confirme el acceso por correo electrónico y yo tenía el comprobante del correo de mi solicitud, pero no la había enviado al área correspondiente–, que en la universidad. Casi siempre es igual: me tardo más en entrar que en salir. 

Hoy vine a sacar un equipo de importación que llegó a principios de mayo y que se llevarán a Querétaro dentro de unos días. Después de registrarme en la entrada, pasé a una oficina en la que verificaron mi solicitud; luego, me abrieron la puerta del laboratorio donde estaba el equipo y allí subí la caja en la que estaba guardado –es del tamaño de un minibar y pesa alrededor de 20 kilos– al diablito que traje desde la casa, e hice malabares para que la caja quedara bien sujeta a una cuerda en el diablito, y luego trasladé todo con cuidado de regreso a la entrada –tuve que bajar unos escalones y esquivar unos charcos de lodo– y allí los vigilantes cotejaron los datos del vale de salida y firmé los documentos correspondientes. Me tardé menos de diez minutos en hacer todo esto.
 
Cuando estoy afuera de la universidad, hace mucho sol –el tiempo cambia abruptamente en Lerma– y apoyo el diablito contra un poste de luz y me quito la chamarra que traigo puesta y luego pido un Uber desde el teléfono. El miércoles pedí otro Uber y llegó a recogerme a la universidad en menos de cinco minutos, así que no creo que deba preocuparme. Sin embargo, en esta ocasión, a los pocos segundos de haber solicitado el servicio, aparece en la aplicación que el conductor que ha decidido darme el servicio está completando un viaje y que se encuentra a 25 minutos de distancia. Esto no me gusta para nada. La experiencia que tengo con esta aplicación es que a veces los conductores no sólo te tienen esperando varios minutos porque toman tu viaje cuando están completando otro viaje, sino que algunos de ellos te cancelan el viaje después de haberte tenido esperándolos un buen rato. Me parece mal que tomen un viaje mientras están completando otro y me parece peor que se comprometan a hacerlo ¡cuando están a casi 30 minutos de distancia!, para que, al final, sólo dispongan de tu tiempo y te cancelen, pero ni siquiera sé conducir y tengo que aguantarme. 

El conductor de Uber me envía un mensaje preguntándome si pagaré con efectivo o con tarjeta de débito. Le contesto que pagaré con tarjeta, y en ese preciso momento me llegan al teléfono varias notificaciones de correos electrónicos y de mensajes por Whatsapp que debo contestar. 

Cuando termino de contestar todo lo que debo contestar, ya han transcurrido cinco minutos desde que pedí el viaje. Reviso el estatus en mi teléfono. El conductor no contestó mi mensaje y el mapa de la aplicación de Uber muestra que el vehículo continúa en el mismo sitio en el que se encontraba hace cinco minutos: el conductor no se ha movido un solo centímetro. Le marco por teléfono para preguntarle qué pasa. No responde. Insisto un par de veces más, y él sigue sin contestar. Le pido que cancele el viaje, sabiendo que continuará ignorándome.

Maldigo mi suerte y maldigo al conductor. Quisiera ser más positivo, pero he tenido más experiencias negativas que positivas con los conductores de Uber y de taxis. Por si fuera poco, repentinamente se ha nublado y parece que lloverá en cualquier momento. Podría caer una tormenta y poner en riesgo el estado del equipo. A esta racha de eventos desafortunados se suma un repentino calambre en el estómago. También reparo en que me siento terriblemente cansado y en que tengo hambre. Me desperté a las 3 de la mañana a ver un juego de futbol por televisión –la selección de futbol varonil ganó la medalla de bronce de los Juegos Olímpicos– y cuando acabó el partido traté de dormirme otro rato pero estuve alrededor de una hora y media sin poderme dormir (pensando, entre otras cosas, en lo fácil que sería trasladar el equipo desde la universidad hasta cualquier parte, si supiera conducir y si tuviera un automóvil) y luego dieron las seis y media de la mañana y me levanté a correr cuarenta minutos y luego me bañé y me vestí y tuve una reunión por Zoom a las ocho y media de la mañana y apenas me dio tiempo para desayunar antes de salir de la casa. 

Cancelo el viaje y solicito otro servicio. Me da lo mismo la advertencia de Uber diciéndome que me cobrará una comisión. Es inaudito, pero ya tendré tiempo para levantar una queja. 

A los pocos minutos, cuando el viento sopla muy fuerte y la lluvia parece inminente y he tenido que volverme a poner la chamarra, otro conductor toma el viaje y la aplicación dice que él se encuentra a cuatro minutos de distancia. Casi al mismo tiempo en el que veo la luz al final del túnel, el calambre que sentía en el estómago regresa con una feroz intensidad. Tengo algunas semanas tomando medicamentos que ocasionalmente me hacen sentir más mal que de costumbre, y no podía ser más oportuna esta molestia, pero hago acopio de paciencia y escarbo en mi cabeza en busca de pensamientos positivos: quiero creer que este conductor sí llegará a tiempo. 

miércoles, julio 21, 2021

¿En qué pienso cuando estoy corriendo?


Es el tercer día de esta semana que salgo a correr. Es tan temprano que todavía no sale el sol. A diferencia de las mañanas anteriores, no me acompaña mi esposa, así que decido cambiar un poco la rutina. En lugar de correr alrededor de la cancha de basquetbol junto a la escuela, decido hacer un recorrido diferente y más largo, y comienzo a trotar alrededor de uno de los jardines del fraccionamiento. Apenas llevo unos cuantos metros recorridos, cuando veo a un pastor alemán. El perro es majestuoso: grande, fuerte y de color pardo. Muerde con entusiasmo una pelota roja y la aprisiona con sus patas delanteras. No necesito hacer un profundo análisis de la situación para darme cuenta de que el perro fácilmente podría acabar conmigo, si decidiera atacarme. No trae cadena y afortunadamente está tan entretenido con la pelota que no se ha percatado de mi presencia. 

Bajo el ritmo de mis pasos y echo un vistazo alrededor en busca de su dueña o dueño. A unos metros de mí, hay un tipo como de mi edad paseando a un San Bernardo con cadena. El San Bernardo me remonta automáticamente a Cujo –el protagonista de la novela de Stephen King– y trae a mi memoria algunas escenas de la película que vi cuando tenía seis o siete años. Fue una experiencia rara. Mi hermano empezó a tener síntomas de asma por aquellos días y hasta la fecha me resulta imposible no sentir algo desagradable, cuando recuerdo la escena en la que el niño asmático está encerrado en el auto de su mamá, quedándose sin aire –no tiene su inhalador a la mano y ha pasado mucho tiempo encerrado–, mientras el San Bernardo ladra y se lanza contra las ventanas. 

El San Bernardo que veo en el jardín, también me hace recordar aquella ocasión en la que escribí un texto basado en mis impresiones infantiles de la adaptación al cine de “Los niños del maíz” –también vi la película cuando era un niño y, sobre todo, me impresionó la escena de la cafetería en la que los niños satánicos le trituran una mano a un adulto en una licuadora–. Envié ese texto a un concurso literario –los premios eran una colección de novelas de Stephen King y un librero– y, obviamente, no gané. Lo peor es que ni siquiera estoy seguro de que alguien haya leído mi texto. Tengo la impresión de que es una pérdida de tiempo concursar por esta clase de premios. Supongo que necesitas tener contactos o estudiar una licenciatura en una universidad privada, o formar parte de algún círculo literario, o conocer a alguien del jurado que dará los premios, o tener una madrina o un padrino que avale lo que escribes, para que alguien lea tus textos. Esta idea me hace recordar que concursé dos veces en dos ediciones de un premio de novela, con la misma novela. La primera vez que concursé, mi novela no era tan atractiva. Creo que el lenguaje no era tan bueno y que la trama no estaba bien estructurada. (Tenía algunas salidas fáciles y, definitivamente, carecía de un estilo propio.) La segunda vez que concursé, envié esa misma novela corregida y aumentada. La re-escribí durante una larga huelga en la universidad. Además de que me obsesioné con la narrativa y de que estuve revisándola y re-escribiéndola compulsivamente, todo esto ocurrió más o menos en un punto en el tuve que pedir dinero prestado para sobrevivir y en el que apenas tuve lo suficiente para enviar la novela por mensajería a las oficinas de la editorial. Cuando estalló la huelga, tenía un mes en mi nuevo trabajo y, en la medida de mis posibilidades, continuaba con mis labores en casa, sin percibir ningún ingreso y pagando puntualmente las rentas y los gastos corrientes de dos adultos y de tres gatos. La huelga se prolongó y parecía no tener fin. Aunque la trama de la novela no tiene nada que ver con un profesor que se muda a una nueva ciudad y que atraviesa una huelga en la universidad en la que recién lo han contratado, la desesperación, la angustia, la desesperanza y la frustración provocadas por la incertidumbre de la huelga, quedaron reflejadas en la novela. De todas formas, aunque puse mi corazón en esa novela –no encuentro palabras más precisas para describirlo– y sé que no soy el mejor escritor –no puedo escribir las 24 horas del día, los 365 días del año–, estoy seguro de que ningún integrante del jurado, la leyó. La primera vez que concursé, dos sujetos ganaron el premio. Era algo inaudito porque siempre había habido un solo ganador por edición, pero lo más inaudito, sin embargo, fue que uno de los ganadores escribió su novela con una beca del FONCA (el premio estaba dirigido a escritores jóvenes y supuse, erróneamente, que no tenían cabida aquellas personas que ya habían escrito un proyecto literario para que el FONCA lo financiara), y, por si fuera poco, en la ceremonia de premiación, este ganador fue felicitado por un miembro del jurado que lo conocía a nivel tan personal que incluso sabía el nombre de su esposa y el nombre y la edad de su hijo pequeño. La segunda vez que concursé por este premio, ganó una escritora con una novela tan corta que ni siquiera cumplía con el requisito mínimo de páginas estipulado en la convocatoria del concurso. Ella había tenido una incursión en medios de comunicación. Tras haber sido declarada ganadora del premio, en una entrevista dijo haber sido “amadrinada” por una escritora de reconocido prestigio con quien había cursado un taller de creación literaria en Estados Unidos. En esa entrevista también dijo que su madrina le había recomendado participar en el concurso. 

Después de hacer este recorrido mental a través de los oscuros túneles de mis frustraciones, vuelvo a fijarme en el pastor alemán. El perro continúa entretenido con su pelota entre las patas delanteras, y me cuesta trabajo creer que, en unos cuantos segundos, podría aburrirse de la pelota, notar mi presencia y atacarme. Tengo la impresión de que mi ritmo cardiaco se ha acelerado. He recordado algunas partes de la novela de Cujo; particularmente, las páginas en las que el protagonista ataca a su primera víctima. Respiro profundamente y trato de desviar mis pensamientos. Intento pensar en aquel momento en el que leía esta novela hace más de ocho años. Estaba tumbado en la playa, escuchando a través de los audífonos a Chelsea Light Moving y bebiendo una cerveza junto al Mar Caribe. No puedo creer que haya pasado tanto tiempo desde la última vez que fui a la playa.

Más allá, del otro lado del jardín, cerca de los juegos infantiles, trotan un par de mujeres. Platican entre sí, pero detectan al perro y reducen la velocidad de sus pasos. Luego me miran de un mal modo, como si creyeran que yo soy el irresponsable dueño del pastor alemán, así que estoy casi seguro de que ninguna de las tres personas que acabo de ver está a cargo del perro. Han pasado menos de treinta segundos. Me sorprende todo lo que he pensado en este tiempo. Estoy a unos diez metros del perro y estoy a punto de dar un giro de 180 grados, cuando otro perro cruza mi mente.

Unos vecinos de mis papás tenían un perro de pelaje café-dorado claro. Tenía ciertos rasgos de golden retriever, pero, principalmente, era una mezcla de varias razas de perros y parecía un perro callejero. Era agresivo y generalmente estaba echado afuera de la casa de sus dueños, que quedaba a tres casas de la casa de mis papás; cuando alguien pasaba cerca de él, le ladraba, lo perseguía e intentaba lanzársele encima. A este perro le decían “el cojo” porque le faltaba una de las patas delanteras. Según algunos rumores de los vecinos de la colonia, había perdido la pata al lanzársele encima a un automóvil en movimiento. Otros vecinos decían que la había perdido porque lo había atropellado un camión de pasajeros, mientras cruzaba una avenida transitada. Independientemente de cuál fuera la verdad, el hecho es que el perro estaba cojo y que, a juzgar por su ímpetu, estaba así porque atacaba sin discriminar entre personas y vehículos. 

Cuando lo veía tumbado en la puerta de la casa de sus dueños, prefería evitarlo y le daba toda la vuelta a la cuadra. Ya había visto que bastaba que alguien se acercara a unos diez metros de su territorio para que le ladrara ferozmente. A pesar de lo anterior, una vez cometí el error de confiarme. Mis papás me habían mandado a comprar algo a la tienda. Volvía a la casa, a pie, con las dos manos ocupadas con las bolsas de las compras. Estaba cansado y no quería dar toda la vuelta a la cuadra. Pasé sigilosamente a unos seis o siete metros del cojo –por la banqueta del lado opuesto a la casa de sus dueños– y, como era de esperarse, el perro me ladró. En unos cuantos segundos, me persiguió y se me lanzó encima. Aprisionó una de mis piernas con su mandíbula, sentí sus colmillos de lobo adentrarse en la mezclilla de mis pantalones y el peso de su cuerpo convertirse en una extensión de mi pierna. Cuando intentó morderme la pierna con más fuerza, tuve quitármelo de encima. No sé qué hice exactamente, pero creo que sacudí mi pierna y que él retrocedió y que paulatinamente dejó de aprisionar mi pierna con su mandíbula. Después no recuerdo bien qué pasó –probablemente tanto él como yo quedamos sorprendidos–, pero logré llegar sano y salvo a la casa de mis papás. Aunque la experiencia no me llevó al antirrábico ni tuvo un desenlace fatal, actualmente, cada vez que paso cerca de un perro sin cadena, la imagen del cojo atacándome llega a mi cabeza, y es por eso que no me confío de ningún perro. Les tengo respeto y temor al mismo tiempo. 

El pastor alemán que juega con la pelota en el jardín, también me remonta a una nota que leí hace unos días en Internet. El escritor de la nota había contraído Covid-19 y relataba su dolorosa experiencia con el virus. Leo sus columnas quincenales de vez en cuando –he leído un par de novelas suyas– y estoy al tanto de que ha estado cuidándose y de que nunca había dado positivo al virus. Según su columna, el único hábito que no ha abandonado durante la pandemia es salir a correr con sus cinco perros, y una mañana salió a correr al mismo lugar de siempre, pero un perro suelto apareció de pronto y atacó a uno de sus perros más pequeños. El pequeño perro del escritor sangraba profusamente y otro de sus perros se le lanzó al perro suelto y de esta forma le salvó la vida al perro pequeño. Quién sabe qué pasó con el dueño del perro suelto, pero el hecho es que la sangre que manaba profusamente del cuello del perro impresionó tanto al escritor, que descuidó todos los usos y costumbres que había llevado a cabo durante la pandemia. El escritor llevó al perro herido al veterinario y acabó auxiliando al veterinario en un pequeño recinto de la clínica, durante más de una hora y media. Días después del atentado, el escritor comenzó a tener síntomas de Covid-19. Casi al mismo tiempo en el que le daban los resultados de la prueba contra el virus, el veterinario –sin saber que el escritor había estado teniendo síntomas– se comunicó con él y le recomendó prestar atención a su salud, pues varios empleados de la clínica en la que habían tratado al perro herido –incluyendo al mismo veterinario– habían dado positivo a Covid-19. La gravedad del asunto no para aquí: según relata el escritor, él mismo ya había recibido una vacuna contra el Covid-19. 

Mientras, finalmente, me alejo del pastor alemán que continúa entretenido con la pelota entre sus patas, me pongo a pensar en que la trágica experiencia que atravesó el escritor fue detonada por el ataque de un perro suelto sin dueños a la vista, y maldigo a todos los irresponsables dueños de los perros de todo el mundo, y decido regresar a la rutina del lunes y del martes: me dirijo a la cancha de basquetbol junto a la escuela.

No han transcurrido ni cinco minutos desde que empecé a correr. Es sorprendente todo lo que uno puede recordar en tan poco tiempo.

martes, julio 13, 2021

El Salvaje | Guillermo Arriaga (2016)


Tal vez se deba a que desconfío de las recomendaciones de libros –especialmente, cuando el autor está “en boca de todos” y me lo recomienda un lector que, a juzgar por el contenido de sus publicaciones en redes sociales, no necesariamente es muy selectivo– o tal vez se deba a que soy mamón, pero leí esta novela de 693 párginas porque varias personas me recomendaron al autor, y no me gustó. 

Aunque la narrativa es rica en recursos literarios –desde los apartados en los que aparecen algunas definiciones etimológicas de tres o cuatro conceptos relevantes para la trama, hasta breviarios culturales del mundo griego de la antigüedad, tales como la acusación de Melito contra Sócrates y el contexto de la teoría de los humores de Hipócrates, o el misticismo que rodea a las muertes infantiles en ciertas tribus africanas–, no necesariamente apruebo todos los recursos empleados en El Salvaje. Algunos de ellos, me parece, están de más. (Aunque sí creo que un escritor debe escribir sobre los temas que sabe, no creo que eso signifique que una sola novela sea el espacio propicio para hacer alarde de todo lo que sabe el escritor: debe haber un equilibrio entre recursos prescindibles, recursos necesarios y contenido esencial). 

La trama, por otra parte, engancha rápidamente al lector –basta con haber leído un par de capítulos para “querer más” y descubrir cómo se solucionará tal o cual encrucijada planteada magistralmente por el autor– y tiene un desarrollo bien elaborado, tanto cronológica como estructuralmente; sin embargo, a mi parecer, también posee ciertas lagunas y salidas fáciles.

A pesar de que Juan Guillermo –el protagonista– no cumple la mayoría de edad y de que vive en un barrio marginal (esto podría ser secundario, pero el detalle con el que Arriaga hace hincapié en este tema, deja claro que su intención es ponerlo en primer plano) y pierde de manera trágica a su familia y queda desamparado –prácticamente, en la orfandad–, y a que estas circunstancias podrían llevarlo a tener una vida ominosa –como ocurre con la mayoría de la gente que atraviesa circunstancias remotamente similares–, al final, no sólo es resiliente, sino que es capaz de debatir de tú a tú con los abogados más prestigiosos del país (habiendo decidido dejar los estudios, antes de ingresar a la preparatoria), e incluso es capaz de domar a un lobo –¡no es una metáfora!–, y, por si fuera poco, se vuelve millonario en un par de capítulos y ya no tiene por qué preocuparse por nada, por el resto de su vida. (¿Acaso el dinero es suficiente, para que todos los problemas desaparezcan...?)

Más allá de que la trama está estupendamente bien contada –transcurre en algún punto de la década de 1960, con Hendrix y The Doors como la música de fondo de persecuciones entre policías, fanáticos religiosos y narcotraficantes en las azoteas de casas de peligrosas colonias de Iztapalapa, cuyos habitantes igual pueden realizar turbios negocios con chinchillas y con drogas ilícitas, que visitar cementerios de autos en ciudades perdidas, o hacerle la vida imposible a las autoridades de mente cerrada de escuelas privadas de la alta sociedad... o recorrer durante semanas las interminables autopistas congeladas en los inhóspitos confines del Yukón–, no entiendo cuál es la necesidad del autor por encontrarle una salida fácil a la pobreza y a las tragedias. 

Tal vez esté siendo muy exigente, pero así es como lo veo: Juan Guillermo vive en un barrio marginal y se quedó sin familia; no estudia ni trabaja; su familia no es millonaria; las tragedias lo han dejado desamparado, económica y emocionalmente; sin embargo, sin perder la actitud rebelde de un joven que creció en un país gobernado por Díaz Ordaz, es uno de los dos o tres adolescentes más cultos de la Ciudad de México. A lo mejor todo esto es posible, si creemos que la pobreza es sólo un problema que está en nuestras mentes y que podemos dejar atrás, si nos lo proponemos, si somos suficientemente resilientes o si contamos con un poco de suerte. A lo mejor, el autor así ve la pobreza –“por encima”, “en el papel”– porque nunca la ha padecido, y porque ha vivido en un círculo social al que llegan historias sórdidas. Quién sabe. Esta “aproximación a la pobreza” me desconcierta un poco, pues los guiones que ha escrito son contundentes justamente porque no tienen salidas fáciles ni finales de Walt Disney –príncipes azules y princesas rosas. Tal vez Arriaga se aburrió de escribir historias sórdidas. Tal vez Juan Guillermo es su álter ego.


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Guillermo Arriaga nació en la Ciudad de México (1958), estudió la licenciatura en psicología y una maestría en la Universidad Iberoamericana; es escritor, y director (The Burning Plain, 2008) y productor de cine. Dentro de su obra literaria se encuentran las novelas Escuadrón Guillotina (1991), Un dulce olor a muerte (1994) y Salvar el fuego (2020); y los guiones de las películas Amores Perros (2000), 21 Gramos (2003) y Babel (2006).