martes, diciembre 24, 2019

24 de Diciembre


Mientras espero a que el agua hierva para verterla en una de mis tazas preferidas –la de los Melvins que tiene impreso un cuervo– y luego depositar en ella la bolsita de té –hibiscus y ruibarbo– y dejarla reposar allí alrededor de cinco minutos, tomo un cuchillo del escurridor de los trastes y a continuación me lo llevo a la mesa como si fuera un arma letal y lo meto con cuidado en el frasco de mermelada de frambuesa y después lo saco cautelosamente para no derramar la mermelada y luego lo paso por encima del hot cake casi al mismo tiempo que mi estómago gruñe.

Casi es el mediodía, pero estoy despierto desde las cuatro de la mañana. Normalmente me despierto a esa hora porque el hambre es insoportable –desde que me realizaron una cirugía, todas mis vísceras chirrían y siento un vacío doloroso en los intestinos cuando han transcurrido varias horas de ayuno–, pero en esta ocasión, además del hambre, me desperté porque tenía una pesadilla.

En la pesadilla, era de noche y estaba solo en un bosque, alrededor de una fogata. Una niña caminaba en círculos entre los árboles, arrastrando una muñeca y acercándose cada vez más a mí. Cuando la niña estaba a unos metros de mí, la muñeca que arrastraba se convertía en Eso y entonces ambos hablaban al mismo tiempo con una voz burlona y sepulcral y me miraban a los ojos y me decían "Tú eres tu peor temor", como si se tratara de una sentencia a muerte. 

No debería leer tanto a Stephen King. Tal vez he leído más de sesenta libros suyos. Aún me hace reír cuando alguien quiere señalarme que tal o cual película está basada en una novela o relato de él, asumiendo que lo más probable es que no lo sé. 

En cuanto desperté de la pesadilla, medio atolondrado y asustado todavía, me puse a escribir sobre ella en una libreta. Me gusta analizar por qué sueño lo que sueño. Generalmente encuentro una explicación. Estoy convencido de que no existe mejor intérprete de sueños que uno mismo. Sólo uno es capaz de entender por qué sueña lo que sueña. Sólo uno sabe cuáles son sus peores frustraciones, sus peores perversiones y sus peores debilidades. 

En esta ocasión, creo que la pesadilla se debió a que yo mismo evito convertirme en quien podría llegar a ser, por temor a renunciar a la comodidad de escribir tonterías que nadie lee. 

Luego de escribir, quise a volver a dormirme, pero fue imposible. 

Terminé poniéndome los audífonos y escuchando la Sonata No. 14 de Beethoven.

Hace unas semanas, mi esposa y yo fuimos a ver un documental de Anton Corbijn sobre Depeche Mode y luego me puse a escuchar algunos de sus álbumes y en la versión digital de uno de ellos descubrí una versión de esta canción. Desde entonces, estoy convencido de que debo conocer a Martin L. Gore en persona. Me encantaría decirle que admiro su talento para transmitirle su melancolía y su euforia a millones de desconocidos a través de la música. 
Luego, me gustaría hablar con él y descubrir cuál es el precio que debe pagar por ese talento. Imagino que es un alma torturada. 

Mientras estoy a punto de darle una mordida al hot cake, el aroma que despide me hace pensar en la casa de mis papás. Algunos fines de semana, mi mamá solía preparar hot cakes para el desayuno. El aroma era tan intenso que llegaba a mi habitación y me hacía levantarme con un apetito voraz. 

Eran otros tiempos: jamás sentía este terrible vacío que me despierta a las cuatro de la mañana. 

Luego reparo en que es 24 de diciembre y trato de no pensar en que definitivamente la mejor cena navideña para mí sería una en la que pudiera quedarme solo en la casa y en la que no me viera comprometido a fingir que, de algún modo retorcido, a pesar de que no profeso abiertamente ninguna creencia, en el fondo espero la inmortalidad y sí creo en Jesús y que, además, celebro su nacimiento... y que incluso me la paso contando en secreto los días que faltan para que llegue la Navidad.

Respeto las creencias de todos –aunque, generalmente, los más creyentes son los más necios, los más pecadores y los más intolerantes–, pero no soporto que, ni por un segundo, se me confunda con alguien que puede vivir creyendo ciegamente que todo lo que vemos –e incluso lo que no vemos– y que todo lo que existe –e incluso todo lo que está por existir– y que todo lo que somos –sin importar la voluntad y los sacrificios que uno haya realizado para conseguirlo– fue creado y determinado previamente por un ser del que todo mundo habla pero que realmente nunca nadie ha visto... a menos que se trate de una alucinación promovida por la fe, por la esquizofrenia o por la estimulación de los lóbulos temporales con el casco de Dios

Mi Navidad ideal sería quedarme en la casa y descansar de todas las cosas que normalmente no puedo evitar el resto del año. Conversar con la gente y pretender que me interesa convencerla de algo en lo que soy experto, o darle una cátedra de los temas que me apasionan, no son mi mayor ambición. Tampoco soy muy bueno para interesarme en cualquier tema, o para fingir que cualquier tema me interesa. Frecuentemente me agota prestarle atención a la gente, y no se debe necesariamente a que me aburra lo que dicen sino a que me cuesta trabajo prestarle atención a una sola cosa por mucho tiempo. 

Por desgracia, estas incapacidades pueden terminar por convencer a la gente de que soy un individuo al que todo le da lo mismo y que está en paz con todo mundo. Éste es uno de los peores conflictos con los que vivo a diario. Una cosa es que no quiera crear controversia y otra cosa es que todo me dé lo mismo y que esté a gusto con todo lo que me pasa. Una cosa es que me guste mi trabajo y otra cosa es que esté de acuerdo en realizar todas las cosas que mi trabajo demanda. Una cosa es que no me queje de lo que hago y otra cosa es que no me moleste nada. 

La cena navideña representa más complicaciones que cualquier otra cosa para mí. 

Normalmente, me resulta imposible convivir y tomar la palabra en cualquier reunión y termino sentado en la mesa como un maniquí que intenta sonreír y mantenerse despierto. 

Trato de recordar alguna cena navideña y me sorprende no tener recuerdos exactos de ninguna. Recuerdo algunas cosas, pero no estoy tan seguro de que hayan ocurrido como las recuerdo y de que hayan ocurrido en los años que creo que ocurrieron. Mañana escribiré sobre este tema. Ya casi es hora de disfrazarme de persona. 

Lo que sí recuerdo es que en mi vida adulta, jamás he podido vivir una Navidad a mi manera. 

No soy adepto de desvelarme viendo cualquier cosa en la televisión. Tampoco me gusta transcurrir mientras la familia se reúne y da la hora de la cena, como si estuviera tan aburrido que ya no sé qué más hacer para sepultar el aburrimiento que me carcome y olvidar que existo. 

Tampoco soy admirador de las comidas exóticas, elegantes y excesivamente condimentadas que caracterizan a los platillos que se sirven frecuentemente en la cena navideña. Soy un hombre de paladar simple que apenas puede comer dos o tres cosas desde hace casi cinco años – y que puede padecer un dolor estomacal más de una semana, si se atreve a comer alguna cosa que a la mayoría de la gente le resulta (escabrosamente) "sabrosa"–, y preferiría cenar las mismas cosas simples que ceno cualquier otro día del año.

No es tan fácil quedar exento de la cena navideña.

Lo único que sí he pensado en los últimos días es en que sólo falta una semana para que la década de los noventa quede, oficialmente, treinta años atrás. 

No me gusta pensar que así como yo veía a los adultos de la década de los sesenta cuando era un adolescente, así deben de verme los adolescentes de hoy. 

Me cuesta aceptar que ahora yo soy como esos adultos que consideraba viejos y decadentes, cuando yo era adolescente.  

Por fortuna, la tetera suena. 
El agua está hirviendo: es hora del té. 

No hay comentarios.: