lunes, junio 25, 2007

Yo leía y leía


El humo se estancaba en la habitación. Los ojos me ardían porque el incienso resultaba irritante. En la calle, el ruido de las llantas sobre el pavimento mojado rechinaba.

Las voces de los niños de los vecinos penetraban la alcoba, igual que una cascada que fluía densamente en los átomos de aire. La garganta me dolía. Un cigarrillo tras otro, se habían encargado de enronquecerme la voz.


Yo leía y leía, sin saber qué demonios leía; sin saber qué clase de seres apisonados en una hoja de papel perseguían mis ojos afectados por el humo del incienso y de los cigarrillos.

Yo leía y leía, pero en realidad lo que leía era la belleza de una mujer, de la mujer que había permanecido tendida de bruces sobre el lado izquierdo de la cama.

* * *

La mujer me miraba con sus ojos verdes, purificados por un aire loco y volátil, capaz de abrir océanos. Me escuchaba con su rostro blanco, nítido como una mancha de leche sobre un piso oscuro. Me acariciaba con su cabellera ensortijada que latía como un estigma.

Ella me miraba y yo miraba su cabellera. Sus rizos eran como miles de serpientes hermosas. Le colgaban. Se retorcían. Se dibujaban lentamente al compás de los átomos del aire.


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