sábado, octubre 26, 2024

más o menos bien


Sonaba “Más o menos bien” y yo estaba ídem, con varios litros de Jim Beam recorriendo mi torrente sanguíneo y estallando esporádicamente en mi sistema nervioso central, a punto de que todo, incluyendo sentirme una malísima copia de José Agustín, me valiera madre, pero el remordimiento era más fuerte que ese estado de semi inconsciencia. 

Había hecho enojar a Lizzie otra vez. 

La música y las luces de El Pata Negra me embotaron, me dio un ataque de tos, me faltó el aire, y me transportaron a un malviaje, como el de aquella noche en casa de Tomás, cuando habíamos fumado una hidropónica muy potente y Lizzie y yo nos quedamos en silencio, en medio de la sala, mientras Tomás y sus amigos escuchaban alguna triste canción de José José y yo sentía que estaba al borde de un ataque de ansiedad, y quería vomitar y evitaba precipitarme en el abismo de ese pensamiento que merodeaba mi mente –«¡Te sientes mal, y te sentirás peor!»– y que me llevaría a hiperventilar y a tener una crisis de ansiedad. 

De pronto, el público –unos cuarenta o cincuenta individuos–, corearon la canción y movieron las manos en lo alto, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, y establecieron un vínculo fabuloso con la banda, formaron una fabulosa comunión con la banda, y las reminisciencias de aquel malviaje en casa de Tomás se esfumaron, la gente dejó de ser un espejismo, la música y las luces me despertaron y me devolvieron a la realidad.
 
A lo mejor todos 
(excepto Lizzie, quien, desde entonces, era la única que se mantenía sobria siempre), ya estábamos más o menos ebrios, el evento era patrocinado por Jim Beam y los tragos eran gratis, y, tal vez, una groupie de Nos Llamamos me había puesto un brazo alrededor del cuello y el contacto con la tibia piel de otro ser humano me hizo volver a la realidad y reparar en que no estaba soñando, en que no estaba a punto de hiperventilar en casa de Tomás, sino en que la groupie y yo estábamos de pie, a menos de un metro del escenario, y que todo eso –la música, las luces, la gente, la comunión entre el público y la banda, los tragos de whisky bourbon que explotaban en mi cerebro– habría podido convertirse en un recuerdo memorable, excepto que no podía apartar mis pensamientos de Lizzie, de lo que ella significaba para mí, de que siempre la hacía enojar con tonterías, de que era tan idiota que nunca podía quedarme con la boca cerrada, de que era tan idiota que no podía darme cuenta de lo fabulosa que era conmigo.

Bajé la mirada, carraspeé, me quité el brazo de la groupie de encima, ya no era un contacto reconfortante sino una invasión a mi espacio, y escuché en mi mente:

«¡Todas las canciones las canta igual!»

Eso era lo que Lizzie me decía cuando ponía por tercera o cuarta ocasión consecutiva La Dinastía Scorpio cualquier fin de semana, en el reproductor de discos compactos. Estaba obsesionado con ese álbum. Casi tanto como me había obsesionado Hasta Ahora Todo Va Bien, el álbum debut de esa banda que sonaba un poco a Sonic Youth y que había tocado varias veces con Nos Llamamos. Lizzie y yo vivíamos en un pequeño departamento en Xola y casi todos los fines de semana escuchaba La Dinastía Scorpio, y Lizzie, con toda razón, ya estaba harta. No le gustaba el cantante, decía que todo lo cantaba igual, y yo discutía con ella –a lo mejor en esos momentos ya me había tomado varios whiskies baratos–, y no aceptaba que ése era su punto de vista. 

La Dinastía Scorpio era el álbum de Él Mató A Un Policía Motorizado que traía “Más o menos bien” –esa canción que estaban tocando en vivo, en la realidad de ese estado semi inconsciente que me arrastraba como una ola salvaje hacia afuera, hacia donde transcurría esa fabulosa comunión entre la banda y el público, y luego hacia adentro de mí mismo, como si me tragara el océano, hacia donde no había nada más que una oscura luminosidad de malos viajes con otros agentes químicos–, y no era plenamente consciente de que estaba escuchando a esa banda argentina en un foro pequeño, ni que tenía a esa banda argentina a menos de un metro de distancia, entre un montón de manos que se movían en lo alto, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, y que a veces parecían un espejismo, conforme varios mililitros de Jim Beam iban estallando en mi sistema nervioso central y me sentía una malísima copia de José Agustín y al mismo tiempo me valía madre porque me encontraba en un estado de semi inconsciencia.

Suspiré y luego dejé escapar un poco de aire por la boca. 

Una especie de claridad, una ráfaga de aire caliente, subió desde mis entrañas hasta mi cabeza, y me sentí miserable, y me pregunté cuándo había comprado ese álbum –¿acaso lo había comprado en otro concierto?, ¿acaso Él Mató A Un Policía Motorizado había tocado otras veces con Nos Llamamos?, ¿acaso me había obsesionado con ese álbum como me había obsesionado con Hasta Ahora Todo Va Bien, de Los Silencios Incómodos, esa banda que sonaba un poco a Sonic Youth y que me encantaba y que también había tocado varias veces con Nos Llamamos?–, y también me pregunté cosas más importantes: ¿por qué no podía dejar de ser un idiota...?, ¿cuánto tiempo más me soportaría Lizzie...? 

Ella y yo apenas íbamos a cumplir tres años viviendo juntos y yo ya ostentaba el récord de provocar discusiones sin sentido y ella siempre era más lista que yo y me ignoraba, pero esa noche había sido la excepción –quizá ya la había hartado con mis recurrentes arranques de ira y de infantilismo, quizá esa noche en verdad estaba furiosa, quizá esa noche era el fin de los tiempos–, y, entre todas esas manos que comulgaban con la banda argentina de noise rock, por primera vez desde que escuchaba incansablemente La Dinastía Scorpio, me dio la impresión de que el cantante, tal y como me lo había dicho Lizzie en innumerables ocasiones, cantaba todo igual, todo lo cantaba en el mismo tono. 

Busqué a Lizzie con la mirada y la vi platicar a muchos metros de distancia, estaba con un amigo suyo, creo que nos había presentado antes de que empezaran a tocar Nos Llamamos, y tuve un insight: nunca vas a cambiar, necesitas ayuda profesional, tienes un problema con tu control de ira.

No pensaba realmente en esa película en la que actúa Jack Nicholson, pero ésa era la idea.

Aún no demolían El Plaza Condesa, Lizzie y yo íbamos a cumplir tres años en ese pequeño departamento en Xola que era como un congelador –apenas le daba el sol–, Kilitos de Amor era un gato bebé, yo acababa de publicar otro paper como primer autor, el último semestre del doctorado se estaba convirtiendo en un infierno, mi tutor y yo nos llevábamos del carajo, todos los días me sentía mal, todos los días quería mandar a volar todo, todos los días me sentía insignificante, los síntomas de esa espantosa enfermedad que me llevaría al quirófano años más tarde aún no emergían a la superficie, y esa noche ya habían tocado Nos Llamamos y El Mató A Un Policía Motorizado tenía diez o quince minutos en el escenario de El Pata Negra. 

Ya pasaron casi diez años desde entonces, algunas cosas siguen igual y otras han mejorado y otras han empeorado, Kilitos de Amor ya es un senior cat y vino a llamar mi atención mientras escribía todo esto y se subió al escritorio y luego me pasó una de sus patitas sobre el rostro y le acaricié la cabeza y las orejas y él ronroneó y se quedó unos minutos como estatua y después se fue, y van a dar las siete de la mañana y es sábado y Lizzie no está enojada conmigo.

viernes, octubre 11, 2024

Y allí estaba yo...

Quién sabe exactamente cómo llegamos allí, sólo recuerdo que por la mañana, entre las nueve y las diez, realicé mi entrevista de admisión al Doctorado, en el INB, y que ése era mi segundo intento; que, a diferencia de mi primera oportunidad, hacía un año, incluso estaba preparado para lidiar con alguna integrante del jurado que tuviera prejuicios hacia los psicólogos, que nos tuviera estigmatizados como pseudocientíficos y que les insistiera, durante la entrevista, a los demás miembros del jurado, que yo no tenía perfil de investigador; sólo recuerdo que entonces ya tenía más de un año en el laboratorio de mi potencial tutor y más dominio del tema de mi proyecto de investigación; que, en dos meses, había ensayado incansablemente mi presentación de diez minutos, estipulada así en la convocatoria de las entrevistas de admisión al Doctorado en Ciencias Biomédicas, en distintos grupos de trabajo, y que estaba en Querétaro desde la tarde anterior, que había pasado la noche en casa de una amiga y de su esposo y que ella estudiaba una maestría en el INB y que ella y su esposo me llevaron en su auto al INB.

Luego de la entrevista, Lulú, su esposo y yo volvimos a la CDMX y encontramos en algún punto a Chinaski, y en el camino de Querétaro a la CDMX, Lulú y yo brindamos con varias copas y cuando vimos a Chinaski yo ya estaba un poco ebrio. A mi parecer, la entrevista había sido un éxito. Tenía motivos para celebrar y al mismo tiempo no quería pensar más en la entrevista.

Tal vez Lulú lo propuso, y decidimos ir a la Cineteca, Control tenía algunos días en cartelera, y Lulú y Mike querían verla. Ni Chinaski ni yo teníamos interés ni en Ian Curtis ni en Joy Division. A Chinaski le daba igual Joy Division, pero a mí me chocaba, me parecía una de esas bandas que, de pronto, todo mundo había comenzado a escuchar pero no tanto por su música ni por interés en el post-punk, sino por mercadotecnia y por morbo: por el enfermizo romanticismo de la epilepsia y de la depresión que llevaron a Ian Curtis a suicidarse a los veintitrés años, ahorcándose en la cocina de su casa, horas antes de que Joy Division partiera a su primera gira en Estados Unidos. 

Y allí estábamos, en las butacas, en tercera o cuarta fila, Chinaski a mi izquierda, Mike y Lulú a mi derecha, habíamos metido clandestinamente más alcohol al cine, creo que habíamos comenzado con vino en la autopista, Chinaski no había tomado una sola gota de alcohol, era la única sobria, y yo no le prestaba atención a la película, me daba igual el origen de Joy Division en alguna oscura reunión en Manchester en la década de los setenta, me daba igual si a Ian Curtis le resultaba imposible lidiar con la presión de la banda y si su matrimonio se desmoronaba y de todo eso obtuvo inspiración para escribir “Love will tear us apart”, yo solamente hablaba y hablaba con Chinaski, me sumergía en la penumbra y en la belleza de sus ojos del color del Mar Caribe, la amaba con todo mi corazón, la admiraba y le decía cómo me sentía, que estaba realmente satisfecho con mi entrevista de admisión, que al final de la entrevista me había preguntado un miembro del comité por qué quería ingresar a ese posgrado y que yo le había dicho que prefería ser el peor de los mejores que el mejor de los peores y ella se rió y me dijo que eso había estado un poco fuera de lugar, y yo le dije que no sabría qué haría si me volvían a rechazar en el posgrado, que tal vez eso significaría que no tenía vocación para la investigación, y ella me reconfortaba, me decía que todo saldría bien, como esperaba, que no debía preocuparme. De pronto, tuve un blackout. Tal vez el primero que tuve en mi dañina relación con el alcohol.

Pasó lo que pasó, de lo que no tengo recuerdo alguno, y salimos del cine, y probablemente me costaba mucho trabajo hilar una idea coherentemente, y probablemente me costaba trabajo mantener el equilibrio, y estoy casi seguro de que Mike y Lulú nos acercaron a alguna estación del metro, y que entonces Chinaski y yo volvimos a nuestros rumbos y que luego salimos del metro y que yo la llevé a su casa y que me sentía feliz, que la amaba con todo mi corazón, que tenía la impresión de que mi entrevista había sido un éxito, que ese día había sido un día genial; y luego nos despedimos y luego caminé entre quince y veinte minutos a toda prisa hasta la casa de mis papás, tal vez llovía un poco, ya había anochecido y ya no estaba tan ebrio, ya podía hilar ideas coherentemente, quizá iban a dar las diez de la noche, y, en cuanto llegué a la casa y me encerré en mi recámara, aún estaba un poco mareado, y me tumbé en la cama y llamé por teléfono a Chinaski, y, después de una breve conversación que no recuerdo claramente, me sentí exhausto y colgamos y me acosté a dormir. Años después, cuando discutimos por alguna tontería de esas que suscitan cataclismos en las parejas que se mudan a vivir solas, Chinaski se enojó mucho conmigo y me contó todo, me dijo qué hice cuando tuve ese blackout en la Cineteca. Y jamás he podido superarlo, me convertí en algo que odio y ni siquiera tengo recuerdo de ello.

domingo, octubre 06, 2024

Give Me A Leonard Cohen Afterworld

Estoy sentado frente a la computadora por tercera o cuarta vez en lo que va del día, hace frío, son las seis de la tarde del domingo, ya me puse la pijama que compré hace rato en el Costco, había un montón de gente en el Costco pero no tanta gente como el martes, que fue día feriado porque Claudia Sheinbaum –¡la primera presidenta de México!– recibió la banda presidencial, y los ojos me lloran, me escuecen, tengo la nariz tapada y el cuerpo cortado, mi piel es un campo minado, y es la segunda vez que me enfermo en tres meses, o tal vez es la alergia estacional, una más de las razones por las cuales no me gusta esta época del año, y la odio porque, además, es la época del año en la que cumplo años (para mí, no estamos en octubre, ya estamos en diciembre, ya cumplió años Jim Morrison –¿sigue vivo?–, falta poco para que Eddie Vedder cumpla años –¡ya casi es abuelo!– y para que las familias se reúnan a cenar pavo y lomo relleno y ensalada de manzana, e ignoren que Jesús no nació el 25 de diciembre, y para que el mundo entero mire el desfile en Times Square por televisión –¿suena “Over the rainbow”, de Israel Kamakawiwo'ole?–, y el año ya se acabó, y no puedo dejar de acordarme de todas las posadas del 20 de diciembre en las que me obligaron a escuchar “Las Mañanitas” y a soportar que un invitado genérico, que no tenía ni la más remota idea de quién era yo y cuánto odiaba los cumpleaños genéricos –no está mal; si lo necesitas, lo necesitas; si te gusta, te gusta, pero yo no soy la clase de persona que usa como pretexto sus cumpleaños para mimarse y para procrastinar, o que sube fotos de sus cumpleaños en redes sociales–, me aplastara la cabeza contra el pastel, mientras todos aplaudían y sonreían –lo siento papás: nunca nos gustaron las mismas cosas, y ya sé que se van a quejar porque no saben quién soy, aunque en verdad no les importe saber quién soy–, y lo sé, y sé que tú me entiendes: hace más de cuatro décadas que nací y ya debería haberlo superado pero no puedo superarlo, y tengo tantos prejuicios que no sé qué tipo de terapia sería la mejor para mí), pero, cuando estoy a punto de precipitarme en el abismo, una canción de los Butthole Surfers inunda la estancia –What do they know about love, my friend...?, canta Gibby Haynes–, y yo pienso «Gracias Alexa, no reprodujiste a esa cursi banda pop llamada Melvins, de la India, y que no se tomó la molestia de googlear si había otra banda, como los Melvins de los 80, de Montesano, Washington, que se llamara Melvins, cada vez que te pido a los Melvins», y suspiro, y siento cómo el aire caliente inunda mis fosas nasales, es una ráfaga de bienestar, como un shot de euforia, de lugar seguro, y le doy otro sorbo al Jack Daniel's con Coca Cola –si fuera un ingenuo que no sabe nada de farmacología y que nunca ha tenido un malviaje, estaría preocupado, preguntándome si me voy a “cruzar” por mezclar loratadina, paracetamol y whiskey, pero sí estoy preocupado por el daño que le hago a mis riñones, por la cantidad de nefronas que han matado mis hábitos, por el daño que ha sufrido mi estómago, no sé qué tan saturada estará mi alcohol deshidrogenasa en este momento, cuando escupo estas líneas, y también estoy preocupado por el daño que ha sufrido mi hígado a lo largo de tantas décadas de atracones de alcohol en fines de semana–, pero empiezo a sentirme ligero, y eso es lo que me importa, estoy en el borde de la euforia y de una espantosa resaca, y es como la primera vez que tomé alcohol a escondidas, cuando acababa de volver a la casa de mis papás después de comprar el recién lanzado a la venta MTV Unplugged In New York, era la Noche Buena de 1994, acababa de terminar la secundaria, Kurt Cobain ya era una leyenda, una estrella de rock que se inyectaba heroína y que se había volado los sesos con una Remington, y entonces me serví dos o tres vasitos de Johnnie Walker, hurtados de la cantina de mi papá, y estaba mortalmente aburrido, pensando en cuánto deseaba tener novia y una guitarra eléctrica, y subí a mi recámara y me bebí los vasitos de Johnnie Walker en tiempo récord, mientras escuchaba a Kurt Cobain, desde el más allá, decirle a la audiencia de los Sony Studios de New York que iba a tocar una versión solista de “Pennyroyal Tea” y en la casa reinaba una atmósfera de funeral porque los abuelos maternos y paternos nos habían “dado el cortón” y no irían a cenar con nosotros, y Cobain la cagaba al final de la canción y eso era genial, súper punk rocker– y, en fin, en el presente del domingo seis de octubre del 2024, mis ojos no son mis ojos ya, sino los ojos de otra persona, pero los ojos de esta otra persona anidan en las cuencas de mis ojos y son un par de granadas a punto de estallar. 

Cierro los párpados como si pudiera desasirme del par de granadas (que son los ojos de otra persona) que amagan con volar mi materia cefálica, y como si pudiera desasirme de esta maldición: en todo el día no he podido escribir; y no, no es 'el bloqueo del escritor'.

En la mañana, en cuanto me levanté (porque soñaba que unos evangelistas me bautizaban en una alberca y que Chinaski me pedía el divorcio en frente de todos los estudiantes del último curso que impartí; la clase de sueños que puedo tener después de terminar mi contrato temporal del 2024, después de haber recibido un pastel sorpresa de los estudiantes del curso de Neurofarmacología y Adicción, después de haber visto Ed Wood, de Tim Burton, y después de haber tenido una discusión con Chinaski porque no le gustó Ed Wood, de Tim Burton, y porque yo mismo me siento mal por haber tenido un blackout provocado por el espíritu del vino de hace una semana, en la inauguración del Centro Neurológico y de Sueño, cuando platiqué con Raúl Aguilar, y por haberle llamado la atención enfrente de mis colegas en un elevador) y todo estaba en penumbra y en silencio, vine a este mismo lugar, y me senté frente a la computadora, como ahora, y la encendí y me dispuse a escribir, como ahora, pero, al cabo de un par de minutos, cuando una idea comenzaba a fluir, cuando (creía) comenzaba a entrar en la zona, llegó Kilitos de Amor y maulló una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, y me pidió comida y atención. 

Tuve que abandonar lo que empezaba a escribir por la mañana, cuando Kilitos de Amor demandó mi atención, justo como ocurrió hace una semana (y lo que comenzaba a escribir esta mañana, igual que lo que comenzaba a escribir hace una semana, era una tontería con la que no conectaba del todo, una tontería colosal y pretenciosa sobre mi traumatizante experiencia en el Edificio S de X universidad durante el terremoto del 19 de septiembre del 2017, cuando era posdoc y estaba en el limbo de la academia), y cuando volví a sentarme frente a la computadora, después de darle de comer Royal Canin a Kilitos de Amor y a sus hermanos, y después de recoger la arena de Kilitos de Amor y de sus hermanos, releí lo que había escrito y lo que había escrito me pareció una tontería digna de las columnas semanales de uno de esos escritores “consagrados” a los que les pagan por escribir una columna semanal –lo que les da la gana: «me gustó el espectáculo del Superbowl; si no te gustó, es tu problema; no sabes de música»; «el Fullham perdió pero Raúl Jiménez le dio una súper asistencia a su compañero»; «el shrink anota quién sabe qué en su libreta, es fin de año y se me fue la onda»– en diarios de circulación nacional. 

«¡Cuánto me gustaría conocer a alguien que me pagara por escribir las mismas tonterías que escribo en mi blog!», me digo mentalmente, y los Butthole Surfers inundan la estancia, y Gibby Haynes me hace imaginarlo en Exodus con Kurt Cobain, sentados junto a una ventana, en los últimos días de marzo de 1994. «El tipo se saltó la barda, pero, ya sabes, puedes salir de Exodus por la puerta principal; nadie está aquí en contra de su voluntad», le dice Gibby a Cobain, mientras los dos se fuman un Marlboro.

«Aunque tengas tiempo, no puedes escribir todo el tiempo», me sorprendo diciéndome mentalmente, y ya tengo los puños crispados, intento no morderme los labios, estoy furioso, frustrado, necesito una IV de morfina para lidiar con mi rabia. Y este mantra, «Aunque tengas tiempo, no puedes escribir todo el tiempo», que me persigue desde que abrí mi primer blog, en el 2006, cuando era cool tener un blog, no es lo mismo que “el bloqueo de escritor”. Eso que los escritores 'consagrados' –a quienes les pagan por escribir cosas similares a las que yo escribo en mi blog–, llaman 'bloqueo del escritor' es un pretexto, es un capricho, es falta de imaginación, es falta de disciplina, es falta de creatividad y perspectiva. Cuando yo digo que no puedo escribir aunque tenga todo el tiempo del mundo, no me refiero a que estoy bloqueado; me refiero a que siempre escribo pero que no siempre me gusta lo que escribo. Es diferente. Soy quisquilloso.

Lo que ocurre ahora mismo, lo que ha ocurrido desde que me levanté de la cama y vine a este lugar a escribir y usé como pretexto la necesidad de atención de Kilitos de Amor, es lo mismo que ha ocurrido en las últimas cuatro o cinco semanas, o tal vez desde un par de meses: he vivido tantas cosas en tan poco tiempo, que no puedo procesarlas, ni escribir sobre ellas. 

Me gusta escribir sobre lo que vivo, jamás me iría a Las Vegas a escribir una novela sobre un alcohólico y jugador que pierde todo su patrimonio en Las Vegas, jamás intentaría ser una mala imitación de Dostoievksi. Me gusta escribir sobre lo que vivo, jamás me iría al Coliseo Romano a escribir una novela sobre un gladiador que era un asesino serial, jamás me bastaría con tener un libro en los anaqueles de novedades de Sanborns. ¿Y tú...?

jueves, septiembre 19, 2024

Wah, wah, wah

Estaba despierto desde las 3 ó 4 de la mañana, había sido una de esas madrugadas en las que una pesadilla había terminado con todos mis sueños. A diferencia de otras madrugadas, en lugar de quedarme en la cama, cerrar los párpados y forzarme a volverme a dormir, me levanté de la cama y me serví un té y regresé a la cama, pero no me volví a dormir. Encendí el teléfono y de pronto me vi atrapado en la vorágine de las noticias del macabro homenaje del 19 de septiembre de 1985. Toda esa información, todas esas fotografías de edificios en ruinas, todos esos testimonios de sobrevivientes, todos esos videos y reportajes de los periodistas de la época, me hicieron recordar muchas cosas en las que no había pensado en más de 30 años. Entonces, cuando, a las 11 de la mañana, sonó la alerta sísmica, por un momento, perdí la noción del tiempo y de la realidad. Aunque la alerta sísmica no existía en septiembre de 1985 y yo apenas tenía 4 años, el sonido –wah, wah, wah–, me sobresaltó. Y me quedé en shock durante algunos segundos. 

Cuando me repuse, salí del cubículo. Estaba trabajando en una solicitud para concursar por financiamiento en el CONACyT, habían actualizado el sistema y la plataforma era muy poco amigable. Ya tenía dos semanas cargando documentos y justificando recursos y recabando firmas. También, para distraerme de la parte burocrática de la convocatoria, leía a rato un paper incomprensible –de esos papers que son 80% tecnicismos y estadística– de restricción de sueño y aprendizaje en moluscos

Seguí el protocolo del macrosimulacro. Sólo caminé unos cuantos metros desde mi lugar hasta la zona de seguridad, que estaba entre las escaleras y los baños del tercer piso del edificio S. En unos cuantos minutos, nos reunimos allí seis o siete personas. La mayoría eran administrativos y estudiantes. En el Departamento de Biología habíamos dos o tres posdocs, pero en ese momento yo era el único en la zona de seguridad. Ser un posdoc era una condición singular, como estar en el limbo: no eras estudiante –aunque algunos jefes de los otros posdocs llamaran estudiantes a sus posdocs– y tampoco eras investigador principal. Y, sin embargo, administrativos y estudiantes de pregrado, a veces, te veían como si fueras un estudiante más que no había hecho nada en su vida más que estudiar, o, peor aún, un técnico académico que debía resolverles sus problemas, incluyendo el aseo y la alimentación de sus animales experimentales. Estaba desvelado, predispuesto a que ocurriera una tragedia, y todo eso me hizo sentir fuera de sitio, que yo no pertenecía a ese lugar. 

Ya no quería sentirme encerrado en mi propio mundo, así que me acerqué a un par de estudiantes, a una chica de licenciatura y a una chica que de doctorado, para platicar con ellas. Estaban en sus propios negocios, y lo que les dije les importó un carajo. Ni siquiera intentaron disimularlo. La sensación que tenía –que estaba fuera de sitio– aumentó. No pude evitar ponerme a pensar en que algunos estudiantes no te toman en serio, si no les marcas tus límites y si no eres un poco mamón con ellos; si no te la pasas presumiéndoles cuántas publicaciones tienes ni cuántas cosas sabes hacer... Esperé a que terminara el macrosimulacro, a que la representante de la Comisión de Seguridad nos diera instrucciones, mientras me maldecía mentalmente por intentar ser alguien que no soy: por ponerme a platicar con personas que no me importan. 

AQUI
De las cinco personas que regularmente compartíamos el cubículo y con quienes conversaba regularmente, en ese momento, sólo estaba yo: A, como integrante de la Comisión de Seguridad, coordinaba el macrosimulacro y andaba de un lado para otro; G impartía alguna clase en otro edificio de la universidad; P, que siempre estaba en el cubículo a esa hora, justo en ese momento atendía algunos trámites en la Rectoría de la Unidad; y Q tenía alguna reunión académica en Ciudad Universitaria. 

Acabó el macrosimulacro y volví a trabajar al cubículo. Al cabo de unos minutos, G y P volvieron y se pusieron a platicar sobre algunas anécdotas de René Drucker, que había muerto el domingo anterior. Me hubiera gustado unirme a la plática –Drucker es co-autor en uno de mis artículos como primer autor, fue “mi abuelo académico” y fue presidente del Comité de mi examen de candidatura, pero mientras fui estudiante de doctorado, siempre estuvo muy ocupado, era Director General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, lo traté muy poco; ni siquiera pude verlo en persona cuando necesité alguna firma suya, y toda la comunicación que tuve con él fue a través de su secretaria–, pero, digamos que, después de mi experiencia social durante el macrosimulacro, ya no tenía muchas ganas de socializar. Me concentré en completar mi solicitud para la convocatoria de Ciencia Básica del CONACyT. La fecha límite de recepción de solicitudes era el viernes 22 de septiembre. 

Ya estaba harto. La solicitud parecía no tener fin. Tenía varias semanas trabajando en ella. Además de que habían actualizado la plataforma del CONACyT y de que había tenido que volver a cargar otra vez toda la información académica que había cargado desde el 2008, los trámites administrativos de la solicitud eran muy latosos: entre otras cosas, tenía que redactar varias Cartas Compromiso y recabar las firmas del Jefe de Departamento, del Jefe de Áreadel Secretario de Unidad y del Rector de Unidad. 

G y P continuaban hablando sobre Drucker, cuando me aburrí de la burocracia del CONACyT y me puse a leer un artículo que tenía en esa carpeta de la computadora en la que pongo todos los artículos que creo que debo leer pero que casi nunca leo. Se trataba de un artículo de restricción de sueño y de memoria a corto plazo en la Aplysia. Los autores empleaban un protocolo de discriminación de estímulos que no conocía. Cuando intentaba entender el protocolo –la Aplysia debía aprender a discriminar entre un alimento estándar “accesible” y otro alimento apetitoso “inaccesible”–, comenzó a temblar. Se sintió como si un enorme gusano atravesara los cimientos del edificio S. 

Salí del cubículo lo más rápido que pude, quería llegar a la zona de seguridad que no quedaba a más de diez metros, pero la sacudida del edificio era tan fuerte que no pude dar más de dos o tres pasos. Todas las cosas que tenía presentes desde las cuatro de la mañana, por haber estado leyendo noticias sobre el terremoto de 1985, me pasaron por la cabeza. Parecía absurdo, parecía irreal, parecía una pesadilla. ¿Quién habría imaginado que temblaría justamente ese día, cuando se cumplían 32 años del terremoto de 1985, justamente unos minutos después del macrosimulacro que había servido para concientizar a la gente sobre ese terremoto...?

El movimiento se intensificó y entonces, como si un experto en condicionamiento clásico hubiera querido usarnos como sus conejillos de indias para demostrar cómo se fortalece la asociación entre un EI y un EC, si el EC ocurre mientras transcurre el EI, comenzó a sonar la alerta sísmica –wahwahwah–, y, casi de inmediato, se escucharon gritos y estructuras metálicas retorciéndose. A unos metros de la puerta del cubículo, a mi izquierda, había un grupo de personas que se sujetaban a una de las columnas de concreto del pasillo. 

A mi derecha también había un grupo de gente abrazándose a otra de las columnas del pasillo, y traté de caminar hacia el grupo que estaba más cerca de mí, a la izquierda, pero el terremoto era tan fuerte que ni siquiera podía mantener el equilibrio. En ese grupo de la izquierda estaba una investigadora que conocía desde hacía 10 años y que de pronto había dejado de hablarme. Más o menos sabía que ella se había quejado de mí en una junta de departamento, que había dicho que yo había saboteado los experimentos de sus estudiantes. No era cierto. Más bien, sus estudiantes casi no corrían experimentos y, cuando lo hacían, ocupaban todo el bioterio sin avisar y durante cuatro o cinco horas consecutivas, estropeando los experimentos de todos los que teníamos animales en el bioterio. En fin, me daba igual que ella y que sus estudiantes me hubieran dejado de hablar, pero era incómodo cuando sus amigos investigadores (con quienes yo nunca había tenido problemas) me negaban el saludo porque se habían solidarizado con ella

Bueno, esta investigadora estaba allí, en la columna de la izquierda, y se veía muy asustada. Nuestras miradas se cruzaron unos segundos y me pareció insignificante tener un problema con ella; ni siquiera lo pensé: simplemente supe que nunca entendería por qué la gente es así; porque, pudiendo quejarse directamente contigo –o aclarar alguna situación contigo–, prefiere acusarte; por qué, aun cuando uno se concentra en su trabajo y evita los conflictos y los chismes de pasillo, siempre habrá alguien que encuentre la oportunidad de poner palabras en tu boca, de echarte la culpa de algo, de justificarse, y sacar provecho de ello.

A unos metros del grupo de la derecha, estaba G. Él también se veía muy asustado. Era una persona muy optimista y siempre sonreía, pero, en ese momento, se veía muy mal. Pensé en que no le preocupaba tanto su situación, sino que estaba preocupado por A y por sus hijas. A –su pareja–, en ese momento daba una clase en otro edificio de la universidad y sus hijas estaban en sus escuelas, en Coapa, a kilómetros de distancia de la universidad. 

Me puse a pensar en Katz y en los gatos, y de pronto me di cuenta de que yo mismo ya me encontraba en la columna de la izquierda, sujetando por la cintura a una chica que había visto varias veces en la universidad. La ubicaba de vista, varias veces nos habíamos topado en los pasillos de ese edificio, pero nunca habíamos cruzado palabra alguna. Me pareció escalofriante que los dos pudiéramos acabar sepultados entre los escombros del edificio S sin saber siquiera nuestros nombres, o que los supiéramos, precisamente, en esas condiciones tan horrendas. Deseé que ella se transformara en Katz y que al menos Katz y yo estuviéramos juntos en ese momento tan horrendo, y tuve la certeza de que todos los que estábamos allí –G, la investigadora que no me hablaba, la chica que había visto tantas veces en los pasillos de la universidad–, mientras el edificio S continuaba sacudiéndose terriblemente, de una u otra manera, habíamos pensado en cosas similares: que el edificio no resistiría el terremoto, que se caería en cualquier momento y que ya nos habíamos preguntado si nuestros seres queridos se encontraban a salvo. 

Los gritos continuaban, por ahí alguien rezaba en voz baja, el sonido de la alerta sísmica continuaba, y todos estos sonidos eran aterradores, pero no tan aterradores como el sonido que hacían las tuberías y las varillas del edificio. Hubo 
una sacudida más violenta que las anteriores, y entonces se derrumbó una pared muy cerca de nosotros y luego se rompieron unos cristales. Creí que ese era el principio del fin, que el edificio S caería pronto, que esas eran las señales del principio del fin, como en los documentales sobre terremotos en los que te muestran cómo se desploman los edificios en cuestión de segundos y cómo todo comienza con un pequeño derrumbe y cómo después todo el edificio se desploma, como en efecto dominó. 

Volví a pensar en Katz y en los gatos. Se suponía que ella iría a verme a la universidad, a la hora de la comida, y que después de comer iríamos a ver a uno de sus primos a La Roma. Vivíamos en el quinto piso de un edificio de departamentos, a veinte minutos de la universidad. 

Paulatinamente todo se fue deteniendo, como cuando estás ebrio y poco a poco recuperas tu sobriedad. Volví al cubículo por mis cosas y salí del edificio sin ninguna precaución y bajé a la explanada de la universidad y traté de llamar a Katz por teléfono. Había decenas de personas intentando comunicarse por teléfono con otras personas. Aún nadie sabía cuáles habían sido las dimensiones del terremoto, pero todos sabíamos que no se había tratado de un terremoto cualquiera.  

Mi teléfono no tenía línea. 

Miré alrededor. El mural de Arnold Belkin, el que está en la entrada principal del edificio S, el mismo mural que vi cuando visité por primera vez ese edificio de la UAM Iztapalapa, por allá del 2009, cuando apenas iba a ingresar al doctorado en la UNAM y necesitaba una firma del Dr. Javier Velázquez, que formaría parte de mi comité tutoral. El mural de Belkin tenía dos fisuras enormes. Estaba dividido en tres partes.  

Intenté llamar de nuevo a Katz, pero el teléfono seguía sin señal. 

Salí de la universidad. En la calle había mucho tráfico y mucho ruido y mucha gente. Los camiones de transporte público y los taxis y las patrullas y las ambulancias y los coches de bomberos pasaban a toda velocidad. Algunos automóviles particulares hacían paradas y subían a algunos peatones. No habían transcurrido ni 10 minutos desde el principio del terremoto y, al menos esa parte de la ciudad, ya estaba de cabeza. Traté de hacerle la parada a un taxi o de subirme a un camión de pasajeros, pero fue inútil. Había pocos taxis en circulación y los pocos que pasaban ya estaban ocupados. Con los camiones pasaba lo mismo.

Caminé como una hora hasta Rojo Gómez y luego hasta Parque Tezontle. Estaba exhausto. Una y otra vez intenté llamar por teléfono a Katz, pero el teléfono seguía sin línea. Sólo quería llegar al departamento y saber que ella y que los gatos estaban bien.

En algún punto me detuve afuera de una tienda de abarrotes en la que se escuchaba la radio. El dueño de la tienda salió y quién sabe qué semblante me vio, pero me preguntó si quería agua, y me dijo que era gratis. Le dije que no. Mientras me concentraba en las noticias, él me dijo que en la radio habían dicho que el terremoto había estado peor que el de 1985. Estábamos así, cuando la locutora de la radio dijo que se habían caído varios edificios en La Colonia Roma. Intenté otra vez llamar a Katz por teléfono. Nada. El teléfono seguía sin línea.

Tardé casi dos horas en llegar al departamento, y ocurrieron miles de cosas más, pero esta entrada ya es muy larga, así que sólo diré que Katz y que los gatos tampoco la pasaron bien durante el terremoto –el edificio se movió de un lado a otro, los niños de la primaria junto al edificio lloraron y gritaron, los gatos se asustaron y se escondieron en la parte más alta de los clósets de las recámaras, Katz se metió a un clóset y también creyó que el edificio se caería–, pero que todos, afortunadamente, estaban sanos y salvos.

Han pasado cinco años desde ese terremoto (Katz, los gatos y yo ya ni siquiera vivimos en la CDMX), el edificio S de la UAM Iztapalapa ya no existe (sufrió daños estructurales en ese terremoto del 2017 y ya lo demolieron), este lunes 19 de septiembre del 2022 volvió a temblar a la una de la tarde, después de un simulacro, y yo estaba también en una universidad (como hace cinco años), ahora en el segundo piso de un edificio nuevo y a punto de impartir una clase, y en otro limbo académico (ya no como posdoc), pero esa es otra historia.

sábado, julio 27, 2024

Todo es zen


Desde la incomodidad de las náuseas matutinas, acurrucado en este sillón que compré hace menos de diez años pero que parece que saqué de un basurero esta mañana, contemplo a Gavin Rossdale. No sé cómo llegué a este video de YouTube. Hace unos minutos veía “E-Bow the Letter” y luego “Malibu”, y pensaba vagamente en Michael Stipe –¿en verdad, a principios de los noventa, esparció entre la prensa el rumor de que había contraído VIH y que estaba a punto de morir?–, en cuánto me gusta esta canción de R. E. M. y en que nunca le había prestado demasiada atención al video. También pensé en que el video de “Malibu” fue casi el primer video en el que apareció Courtney Love en MTV después de la muerte de su esposo, y en que, cuando lo vi –¿entre mayo y junio de 1999?–, no dimensioné el contexto de ese video: Courtney Love estaba promocionando el primer álbum de Hole después de la muerte de Cobain... después de la muerte del “grunge” y del “sonido Seattle” y demás etiquetas de esas que ponen los periodistas de rock con poca imaginación. 

Más bien, desde la incomodidad de las náuseas matutinas y del sillón que los gatos han arañado miles de veces, al ver esos videos, me acordé de la huelga de la UNAM de 1999, de la desesperación y de la incertidumbre que asocio a esa huelga que parecía no tener fin. Me acordé de que, entre mayo y junio de 1999, cuando debí de ver por primera vez el video de “Malibu”, empecé a tener episodios de ansiedad y que tuve que ir a un par de consultorios médicos y que los especialistas me dijeron que estaba un poco deprimido, que tenía que hacer ejercicio, salir de la casa, platicar con otras personas que no vivieran en la casa, que tenía dermatitis psicosomática. 

También me acordé del dermatólogo al que visité en la Roma, dos o tres jueves de dos o tres meses, que él me recetó una solución, que una vez al mes tenía que ir a una farmacia de Centro Médico Nacional Siglo XXI a que la prepararan, que me sentaba a leer en un jardín mientras preparaban esa solución en la farmacia, que debía hacerme abluciones todas las noches con esa solución. También me acordé de que en esos meses leía Tiempo Libre La Divina Comedia Fausto, y que iba solo a alguno de los teatros del CNA –cuando aún no se llamaba CENART– y que iba solo a ese cine de La Condesa que luego se llamó El Plaza Condesa, y que un día me encontré en Tiempo Libre un anuncio de un taller de creación literaria que impartía un escritor joven en La Pirámide. Me acordé de que me inscribí a ese taller. Que lo tomé cada sábado, de cinco a seis y media de la tarde, durante alrededor de medio año. Que en ese taller conocí a una docena de tipas y tipos con los que fui a varias reuniones y cantinas, y que nos emborrachamos y que pasábamos de Dostoievski a Verlaine, y de Octavio Paz a Elena Garro, y de Alejandra Pizarnik a Jorge Cuesta. Que algunos aborrecían o adoraban “Piedra De Sol”. Que otros veneraban “Muerte Sin Fin”. Que les leía (algo de) lo que escribía. Que escuchaba lo que los demás escribían. 

Me acordé que creí que seríamos grandes amigos, que parecía que teníamos tantas cosas en común. Que acabó la huelga y que sólo nos vimos una o dos veces, circunstancialmente, en Ciudad Universitaria. Que fuimos amigos en Facebook por más de diez años, y que, apenas hace un mes, o algo así, eliminé de mis contactos a la mayoría de ellos. Que tuve un momento de claridad: si interactuábamos en Facebook, lo hacíamos porque yo los buscaba. Que ellos, en realidad, nunca estuvieron interesados en que fuéramos amigos. Que unos abandonaron sus intereses literarios y se convirtieron en 'fotógrafos de la cotidianeidad'; que otros publicaron libros de poesía y que se creyeron que eran inalcanzables; que otras se radicalizaron, por sus propias historias de vida, y, que, aun cuando, desde el 2006 y hasta el 2012, visitaban uno de mis blogs constantemente, cambiaron tanto, que, en sus muros de Facebook, después de la pandemia, desconocieron estar enteradas de que escribo; que otras se casaron y que dejaron de ir al Chopo a embriagarse y a inhalar estimulantes del sistema nervioso central. Que ahora, por mi propio bienestar, casi todos ellos están muertos para mí. 

Y también recuerdo que, mientras Eric Erlandson, Melissa Auf der Maur y Deen Castronovo –la baterista que recién había sustituido a Patty Schemel, la baterista de los dos primeros álbumes de Hole, y que, incluso, había grabado todas las baterías de Celebrity Skin–, acompañaban a la viuda de Cobain por la playa en el video de “Malibu”, tuve un insight: ¿Courtney y su banda, en cierta forma, reflejan, en ese video, el tipo de música que habría compuesto Nirvana en 1999, de haber seguido vivo Cobain...?  

Le doy un sorbo al sucralfato, y me acomodo en el sillón. No quiero pensar en las náuseas, quiero ahuyentarlas, no quiero pensar en que estoy así porque tengo una condición y porque no puedo comer lo que come la mayoría de la gente. Ni siquiera puedo hacerlo una vez al mes porque me siento fatal durante dos o tres días. Apuesto a que no sabes lo horrible que es tener que comer, más o menos, siempre las mismas cosas. Por el resto de tu vida.

En fin. El video en el que contemplo a Gavin Rossdale es el video #22 de una serie de colaboraciones para Guitar World, un canal de guitarristas.

El cantante de Bush nos enseña cómo tocar “Everything Zen”, la primera canción de Sixteen Stone, el álbum debut de la banda británica, estrenado en enero de 1994. Antes que nada, Rossdale nos dice que es una canción muy sencilla, que tiene tan sólo tres partes, pocos acordes, y también nos conmina a quedarnos en casa y a cuidarnos. (Este video tiene la fecha del 22 de abril del 2020, aún estábamos en la pandemia.) Luego, nos muestra su Jazzmaster '67. Tiene algunas partes muy deterioradas, sobre todo cerca del mástil, y es morada y la pintura tiene “chispas”, como la guitarra signature de J. Mascis, y Rossdale nos dice que con esa Jazzmaster grabó la mayoría de las canciones de Sixteen Stone

De pronto, tengo otro insight: ya había visto este video. Ocurrió hace como dos o tres años. No lo encontré, como ahora, por accidente y en YouTube, sino en Facebook. Un domingo, después de salir a correr, no tenía náuseas ni estaba ahogado en esta especie de depresión que provocan las náuseas y me puse a escribir algo en uno de mis blogs y, quién sabe cómo, lo que escribí hizo que me acordara de mi primer semestre en la Facultad de Psicología, de que entonces “Bonedriven” y “Greedy Fly” sonaban mucho por la radio. Que había comprado Razorblade Suitcase en el Chopo, que no tenía ni idea de que lo había producido Steve Albini. Que esas dos canciones me gustaban mucho y que nunca se me había ocurrido aprender a tocarlas. Que busqué un tutorial para aprendérmelas. Que quién sabe cómo di con este mismo video de Guitar World, pero en Facebook. 

No sé qué hice a continuación exactamente, pero estoy muy seguro de que entonces agarré una de mis guitarras, que seguí las instrucciones de Gavin Rossdale y que “Everything Zen” debió de parecerme una canción 'muy rocker', de esas que, conforme vas tocando por tu cuenta, liberan algún neurotransmisor de la felicidad en tu cerebro y momentáneamente sepultan en el fondo de tu consciencia todas las cosas que te afligen. 

También estoy casi seguro de que “Everything Zen” debió de parecerme una canción tan fácil de tocar que me aburrió y que dejé de practicarla. Ahora mismo que veo este video del canal de Guitar World, los acordes que nos enseña a tocar Gavin Rossdale no me resultan nada familiares.

Mientras el sabor del sucralfato permanece en mis papilas gustativas y mientras las náuseas matutinas van abandonando mi cuerpo y mi mente, salto a otro tema: me pregunto cuándo escribiré 'naturalmente' algo sobre la pandemia –¿es éste el momento?–, sobre mis experiencias de cuarenta y tantas horas a la semana de clases y de juntas por Zoom, sobre mi paranoia para salir a caminar cerca de la casa durante la pandemia, sobre cómo la pandemia –el encierro, ver y no ver, por Zoom, a un montón de colegas y estudiantes, todos los días, al mismo tiempo; y tener, paradójicamente, un empleo seguro por los siguientes doce meses–, repercutió en mi salud, se manifestó primero en mi sedentarismo y en mis hábitos alimenticios de comida chatarra, y luego en mi mal humor y en mi vista borrosa y en la hiperglucemia en ayuno –¡casi 200 mg/dl de sangre!–, y tampoco sé cuándo comenzaré a escribir 'naturalmente' sobre los síntomas que me provocaron las vacunas de Cansino, más o menos al final de 'la primera parte de la pandemia', cuando todas las actividades eran virtuales, y de Moderna, más o menos al final de 'la segunda parte de la pandemia', cuando ya habíamos vuelto a clases semipresenciales en la universidad, cuando estaba en un cubículo que parecía un invernadero y desde allí impartía mis clases por Zoom.

Tampoco sé cuándo comenzaré a escribir 'naturalmente' sobre mi experiencia en esa escuela primaria en la que recibí las vacunas de Cansino y de Moderna, en donde me topé con varios colegas, a quienes logré identificar a pesar de las mascarillas que llevaban puestas. 

De lo mal que me sentí cuando recibí mi segundo refuerzo –la vacuna de Moderna–, que entonces impartía una clase de Sensopercepción para casi cincuenta estudiantes, que no pude dar clase ese día y que luego de haber recibido la vacuna volví a la casa en Uber y que me acosté en la cama y que encendí la tele y que me encontré un concierto de Bush en Miami. Que Gavin Rossdale era el único sobreviviente de la alineación original de Bush. Que pedí una Big Mac por teléfono y que me di un atracón de Coca-Cola y de papas a la francesa. Que tuve síntomas de fiebre y de gripa, que duraron apenas un día. 

No sé por qué me cuesta tanto escribir sobre lo que realmente me importa. Todo ha cambiado –el área de Biología y Química me otorgó el nombramiento de Investigador Nacional Nivel II en la Convocatoria 2024 del SNII, hace 10 años estaba presentando mi examen de grado del doctorado, tengo casi 20 papers en revistas internacionales, cumplí 10 años como docente en universidades públicas– y, sin embargo, todo sigue igual... o peor.