domingo, noviembre 26, 2023

La última hoja que cae de un árbol

El escozor recorre mi garganta como una zarza ardiente, como un nombre que exige ser pronunciado, como una necesidad que no puede ser aplazada, como un grito que aparece de la nada en un oscuro callejón, como un secreto que ya no puede continuar siendo un secreto, como un reflejo que separa los límites entre la vida y la muerte. 

La sensación es similar a un tren en llamas que atraviesa a toda prisa mi garganta, que chamusca mi garganta, que asciende desde mis pulmones, que hace silbar a mis pulmones, que me convierte en un cuerpo que es un conjunto de vísceras y de arterias que se sofocan y que se colapsan, que es un cuerpo y un cerebro y una señal de alarma de una potencial muerte por broncoaspiración. 

He dado cien vueltas a la cama, he intentado comprender este poema de Celan que analiza Knausgård en el sexto y último tomo de Mein Kampf, y no puedo creer que este tomo haya sido publicado en el 2011 y que yo apenas me encuentre en la página 400 a la una de la mañana del domingo 26 de noviembre del 2023, y tampoco puedo creer que apenas he rebasado la mitad de este tomo (algunas novelas son tan largas que parece que uno nunca terminará de leerlas), y que, sin embargo, ya he leído alrededor de 3, 000 páginas escritas por él, y que comencé a leer La muerte del padre –el primer tomo de Mein Kampf, publicado en el 2009–, hasta noviembre del 2016 ó 2017, en las mismas condiciones en las que me encuentro ahora. 

Parece una analogía del ciclo de la vida: terminas de leer Mein Kampf en las mismas condiciones en las que comenzaste a leer Mein Kampf.

En el poema que cita Knausgård en la página 400 del sexto tomo de su novela colosal –el título que le puso no es un título cualquiera, sino uno provocativo, uno que él tomó (o que sus editores le sugirieron tomar), deliberadamente, del célebre libro de Hitler–, Celan hace un juego de palabras; a mí no me transmite nada, me parece un callejón sin salida, un conjunto de palabras que forman parte de una metáfora que está allí y que no está allí –para ser totalmente franco, me parece algo pretencioso y me hace pensar en otro escritor mexicano que alardea sobre los procesos metacognitivos de la poesía–, pero, según Knausgård –quien ha reconocido en las páginas previas ser un tipo que no comprende la poesía y que no comprender la poesía lo hace sentirse un idiota–, Celan plantea, a propósito, una situación en la que nunca se puede saber quién es “yo” ni quién es “tú” ni quiénes somos “nosotros”, ni qué está ocurriendo, y que eso es lo fascinante del poema: que puede significar cualquier cosa: todo o nada

Knausgård va más allá: dice que Celan está sugiriendo que las palabras existen independientemente de los humanos, pero que son un puente de comunicación entre los humanos, que el lenguaje es una creación humana, que lo social es inherente a lo humano, que las novelas de Proust, de Joyce y de Faulkner, por ejemplo, abordan lo social desde distintas perspectivas: que Proust hablaba de lo social, desde sus recuerdos, con lujo de detalle, describiendo minuciosamente a las personas que formaron parte de su círculo social, en el contexto de la aristocracia en la que vivió; que Faulkner, en El ruido y la furia, por ejemplo, hablaba de lo social pero sin entrar en detalles, sin mencionar quiénes son los personajes, obligando al lector a sentirse parte de una familia en la que todos se conocen y se reúnen a comer una tarde de domingo, una familia en la que, por lo tanto, no es necesario decir “ciertas cosas”, porque están de más, porque “todo mundo” conoce esas cosas, o porque son temas tabú; que Joyce hablaba de lo social, pero también de los griegos –quienes habitaban el mismo espacio físico que los Dioses–, y que, por eso, los nombres, comenzando por el nombre de su novela más célebre, no son un accidente en su obra, que no aparecen de la nada, pero que insinúan que es absurdo que un animal social se considere único en su especie e intelectualmente superior a William Shakespeare y que se obsesione por nombrar y ponerle etiquetas a todo aquello que va descubriendo... O algo así. 

Para ser totalmente franco, estoy en una especie de delirio, y no sé si todo lo anterior Knausgård lo escribió exactamente así, o si yo lo he modificado, si yo entendí algo totalmente distinto a lo que él quería dar a entender, y salgo de una ensoñación y de pronto me encuentro leyendo la página 404, y aquí Knausgård continúa analizando el poema de Celan, y ha escrito que el árbol representa lo efímero de la vida y que la piedra representa lo imperecedero de la naturaleza, que nosotros –los humanos– pasamos brevemente por la naturaleza y que sin embargo somos auténticos y que tenemos características que nos hacen diferentes a unos de otros, pero que las piedras siempre han estado, que ya formaban parte de la naturaleza antes de que nuestra especie apareciera, que todas las piedras son iguales, que son genéricas, que forman parte de la escenografía de la naturaleza, que nosotros las usamos para lanzarlas al fondo de un lago e impresionar a los niños. 

Knausgård también está delirando, y va más allá: insinúa que las palabras no tienen que ser mencionadas para existir, que las palabras son obvias, que son como el nombre de Dios –que todo mundo conoce y que no tiene por qué pronunciar–, y toma de ejemplo un pasaje de la Biblia en el que Job pelea con un humano durante muchas horas, casi todo un día, y luego su rival, totalmente exhausto, le pide a Job que pare la pelea y Job le dice a su rival que no parará la pelea sino hasta que el rival lo ame en lo más profundo de su corazón, o algo así, y el rival acepta amar a Job y le pregunta cómo puede llamarlo y Job le responde que el nombre de Dios no se debe pronunciar porque existe más allá de las palabras, o algo por el estilo, y entonces el rival decide llamarlo “Israel”. 

De pronto, cuando, por enésima ocasión, intento comprender el poema de Celan y ya he releído cuatro o cinco veces el mismo párrafo, avanzo al párrafo que sigue y Knausgård ya está analizando un pasaje de Heráclito, el más conocido, ese que dice que ningún ser vivo se baña dos veces en el mismo río, pero luego cita otro pasaje menos conocido, uno que mi estado mental y físico me impide memorizar, pero que, más o menos, dice que el río siempre es el mismo y que los seres vivos, aun en nuestra condición efímera, somos inconstantes y que, aunque nos bañemos dos veces, o más, en el mismo río, ya no somos la misma persona; luego, el escritor noruego salta a otro pasaje de Heráclito en el que Heráclito dice que cuando estamos despiertos vemos la muerte y que cuando estamos dormidos vemos el sueño, pero que la muerte es un sueño en vida. 

Son las dos, son las tres, son las cuatro, son las cinco... y todo sigue igual: no comprendo a Celan, divago sobre otros tomos de Mein Kampf... me duermo un rato, me despierto y permanezco despierto varios minutos. Más o menos recuerdo que soñé algo que estaba relacionado con lo que leí –intentaba convencer a alguien sobre la fuerza de las palabras, que existen aun cuando nadie las pronuncie–, pero los ataques de esta enfermedad me despertaron, parecieron durar toda una vida, y cada vez son más agresivos, y entonces me sofoco y me tumbo en la cama y me acomodo cien veces más en la cama, y vuelvo a recordar que conocí a  Knausgård en noviembre del 2016 ó 2017, en las mismas condiciones en las que me encuentro ahora que su novela colosal está agonizando en mis ojos, en mis manos y en mi mente; que, cuando lo conocí, había permanecido casi dos meses consecutivos en cama, sufriendo estos ataques y acomodándome cien veces más en la cama. 

La repetición me lleva a pensar de nuevo en la analogía del ciclo de la vida: que termino de leer Mein Kampf en las mismas condiciones en las que comencé a leer Mein Kampf. También, para refrasear a Heráclito, pienso en que soy el mismo y no soy el mismo que comenzó a leer a Knausgård, y que parece que fue ayer cuando leí La muerte del padre y me sentí abatido –por decirlo de alguna manera, así conecté con el escritor noruego–, después de leer una frase que se me quedó en la cabeza, una frase que decía algo así: la muerte es la última hoja que cae de un árbol.

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