A las 11 am, tal y como nos había informado esa misma mañana la Comisión de Seguridad, sonó la alerta sísmica y entonces me levanté de mi asiento y salí del cubículo y seguí el protocolo del macrosimulacro. (No era para tanto: sólo tenía que caminar poco más de diez metros desde el cubículo hasta la zona de seguridad que me correspondía –entre las escaleras y los baños del tercer piso del Edificio S– e interrumpir mis actividades –estaba capturando los últimos detalles de una solicitud para concursar por financiamiento en el CONACyT– durante cinco o diez minutos.)
En la zona de seguridad nos reunimos alrededor de diez personas. La mayoría era personal administrativo, pero también había unos cuantos estudiantes e investigadores. Yo era el único posdoc, y me sentía fuera de sitio, no sólo por ser el único posdoc ni por tener la impresión de que para los administrativos y para los estudiantes yo era un estudiante más (no tiene nada de malo, pero uno ya pasó por la licenciatura y por el doctorado, y ya publicó artículos de investigación, y, generalmente, ya impartió clases para licenciatura y para posgrado), sino porque había pasado una mala noche y porque estaba despierto desde las cuatro de la mañana: me había puesto a leer algunas noticias en Internet sobre el terremoto del jueves 19 de septiembre de 1985 y esas noticias me habían remontado a mi propia experiencia durante ese terremoto y me habían hecho recordar cosas en las que no había pensado en 32 años.
Me acerqué a un par de estudiantes para platicar con ellas sobre cualquier cosa y distraerme y dejar de pensar en el terremoto de 1985, pero lo que les dije les importó un carajo –ni siquiera intentaron disimularlo– y se encargaron de reforzar mi impresión (que no me veían como un posdoc, sino como un estudiante más). No pude evitar ponerme a pensar en que los estudiantes no te toman en serio, si no les marcas tus límites y si no eres un poco mamón con ellos, y si no te la pasas presumiéndoles cuántas publicaciones tienes ni cuántas cosas sabes hacer. Ya me había tocado tratar a algunos estudiantes en esa universidad que me hablaban cuando les resultaba inevitable, o cuando creían que era mi obligación facilitarles cualquier cosa que necesitaran para correr sus experimentos.
Me sentí idiota. Yo me lo busqué. Ni me gustan las conversaciones de pasillo. Por desgracia, justo en ese momento, no quería sentirme aislado, encerrado en mi propio mundo. Me pareció de lo más inoportuno que, justo durante el macrosimulacro, de las cinco personas que regularmente compartimos el cubículo, sólo estuviera yo: B, estaba en la Comisión de Seguridad y coordinaba el simulacro y andaba de un lado para otro; E tenía alguna clase, en otro edificio de la universidad; Ó, que siempre estaba en el cubículo a esa hora, justo en ese momento, atendía algunos trámites en la Rectoría de la Unidad; y R tenía alguna reunión académica en Ciudad Universitaria.
Acabó el macrosimulacro y volví a mis actividades al cubículo. Poco después volvieron E y Ó y se pusieron a platicar sobre la muerte de Drucker que no tenía ni una semana de haber ocurrido. Estaba seguro de que ellos no sabían que Drucker es co-autor en uno de mis artículos como primer autor, ni que fue “mi abuelo académico” y presidente del Comité de mi examen de candidatura –en mis años de estudiante de doctorado, él siempre estuvo muy ocupado, era Director General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, y lo traté muy poco; ni siquiera pude verlo en persona cuando necesité alguna firma suya, y toda la comunicación que tuve con él fue a través de su secretaria– y quería decirles todo esto y unirme a la plática, pero, digamos que, después de mi experiencia durante el macrosimulacro, ya no tenía muchas ganas de socializar y sólo quería completar mi solicitud para la convocatoria de financiamiento del CONACyT –la fecha límite de recepción de solicitudes era el viernes 22 de septiembre y todavía me faltaban algunos detalles–, así que me enfoqué en terminarla. Ya estaba un poco harto, pues tenía varias semanas trabajando en la propuesta de investigación y no podía terminarla. Además de que la plataforma del CONACyT había cambiado recientemente y de que tenía que volver a cargar toda la información académica que había cargado desde el 2008, los trámites administrativos eran muy latosos: requerían que redactara varias Cartas Compromiso y que recabara las firmas del Jefe de Departamento, del Jefe de Área, del Secretario de Unidad y del Rector de Unidad.
E y Ó continuaban hablando sobre Drucker, y me aburrí y me puse a leer un artículo que encontré por ahí. Los autores evaluaban el impacto de la restricción de sueño sobre la memoria a corto plazo en la Aplysia. Empleaban un protocolo de discriminación de estímulos que no conocía. Intentaba entender el protocolo –la Aplysia debía aprender a discriminar entre un alimento estándar “accesible” y otro alimento apetitoso “inaccesible”–, cuando el suelo se sacudió. Fue como si un enorme gusano atravesara los cimientos del edificio S.
Salí del cubículo lo más rápido que pude, con la intención de llegar a la zona de seguridad, pero el movimiento era tan fuerte que no pude dar más que unos cuantos pasos. Todo parecía irreal –no podía creer que estuviera temblando justo ese día en el que se cumplían 32 años del terremoto de 1985, justo ese día en el que me había puesto a pensar en cosas en las que no había pensado en 32 años, y entonces comenzó a sonar la alerta sísmica y escuché gritos y vidrios quebrándose y paredes cayéndose y estructuras metálicas retorciéndose, y todos esos sonidos me devolvieron a la realidad. Entonces, a mi izquierda, a unos metros de la puerta del cubículo, vi a un grupo de personas que se abrazaban junto a una de las columnas del pasillo.
Como el movimiento no paraba y parecía cobrar mayor intensidad a cada segundo –era imposible mantener el equilibrio–, mi imaginación voló, me puse paranoico, y creí que el edificio S caería en cualquier momento y que todo lo que había estado recordando desde la mañana había sido una señal de esa catástrofe y que debí haber prestado más atención a mis pensamientos, y entonces, por unos segundos, no pensé en nada más que en salir del edificio antes de que se cayera, y traté de volver por mis cosas al cubículo, pero el movimiento era tan fuerte que no pude dar más de dos pasos.
Traté de acercarme al grupo de personas que se abrazaban a la columna del pasillo y me di cuenta de que a mi derecha había otro grupo de personas en las mismas condiciones –abrazándose a otra de las columnas del pasillo–, y distinguí entre ese otro grupo de gente a una investigadora que conozco desde hace casi 10 años y que de pronto dejó de hablarme. Vagamente recordé que en una conversación de pasillo me había enterado que ella se había quejado de mí en una junta de departamento, que había dicho que yo había saboteado sus experimentos. También recordé que incluso algunos de sus amigos investigadores (con quienes yo nunca antes había tenido problemas de ningún tipo), también me habían dejado de hablar, y, más allá de que no era cierto nada de lo que ella había dicho, me encabronó el hecho de que ella nunca se hubiera quejado directamente conmigo, y también que nunca se hubiera interesado en averiguar si yo tenía algo que decir al respecto. (¿Qué clase de tonto tendría que ser para sabotear los experimentos de una investigadora que tiene más años que yo en la universidad?) Al verla allí, asustada y abrazándose a otras personas, pensé en que esa clase de conflictos que me amargan la vida, son inevitables y absurdos, pero que no valen la pena: incluso si uno no dice nada –o, más bien, porque no dice nada, y se concentra en su trabajo–, siempre habrá alguien que encontrará la oportunidad de poner palabras en tu boca y de echarte la culpa de algo.
Unos metros más allá de la columna a mi derecha, estaba E. También se veía asustado. Es una persona muy optimista y siempre está sonriente, pero, en ese momento, su semblante era el de una persona totalmente distinta. Tal vez estaba preocupado por B y por sus hijas. B daba una clase en otro edificio de la universidad y sus hijas estaban en la escuela, a kilómetros de distancia. Verlo así, de pronto, ocasionó que, así como segundos antes había pasado con el sonido de la alerta sísmica, de los gritos de la gente, de los vidrios quebrándose, de las paredes cayéndose y de las estructuras metálicas del edificio retorciéndose, mi mente se echara a volar.
Me puse a pensar en Katz y en los gatos, y entonces me di cuenta de que me encontraba sujetando por la cintura a una chica que había visto varias veces en universidad. La ubicaba de vista, algunas veces nos habíamos topado en los pasillos de ese edificio, pero nunca habíamos cruzado palabra alguna.
Me pareció escalofriante que los dos pudiéramos acabar sepultados entre los escombros del edificio S sin saber siquiera nuestros nombres, o que los supiéramos en esas condiciones tan horrendas e improbables, y deseé que ella se transformara en Katz y que al menos Katz y yo estuviéramos juntos en ese momento tan terrible, y tuve la certeza de que todos los que estábamos allí, mientras el edificio S se sacudía, de una u otra manera, habíamos tenido pensamientos similares: que ya habíamos pensado que el edificio no resistiría el terremoto y que ya nos habíamos preguntado si nuestros seres queridos se encontraban a salvo.
Los gritos –de mujeres y de hombres, por igual– eran aterradores y se confundían con el sonido de la alerta sísmica –que empezó a sonar en algún momento, después del terremoto–, pero el sonido de las tuberías y de las varillas del edificio que crujían con el movimiento era aún más aterrador. Este sonido peculiar de tuberías y de varillas retorciéndose en un edificio me remontó al otro terremoto, al de 32 años atrás, a esa mañana del jueves 19 de septiembre de 1985 en la que los segundos transcurrían tan lentamente que parecían eternos, mientras mi mamá nos abrazaba a mi hermano y a mí en el quinto piso del edificio en el que vivíamos, y esperábamos a que el terremoto terminara y a que todo volviera a la normalidad, mientras las tuberías y las varillas crujían.
Era imposible no pensar en que todo se trataba de un dèjá vuh. Era imposible no pensar en que el Edificio S se desplomaría y en que nos quedaríamos atrapados entre los escombros. Mi mente siguió volando y recordé algunas de las anécdotas que escuché en los meses posteriores al terremoto de 1985, cuando era un niño pero me daba cuenta de que parecía no haber otro tema de conversación entre los adultos a los que frecuentaban mis papás, cuando todos –familiares y amigos– hablaban del terremoto, cuando cada uno de los familiares y cada uno de los amigos de mis papás parecían haber conocido directamente a algún sobreviviente del terremoto o a algún desaparecido.
Se sintió una sacudida más fuerte que las anteriores, y escuché otra vez los gritos de las personas que estaban atrapadas como yo en ese pasillo, y escuché otra vez el sonido de las tuberías y de las varillas del edificio retorciéndose, y entonces se derrumbó una pared muy cerca de nosotros y luego se rompieron unos cristales y creí que era el principio del fin, que el edificio S caería pronto, tal y como ocurre en los documentales en los que te muestran cómo se desploman los edificios en cuestión de segundos, y cómo todo comienza con un pequeño derrumbe y cómo después todo el edificio se desploma, como en efecto dominó.
Volví a pensar en Katz y en los gatos. Se suponía que ella iría a la universidad a la hora de la comida y que después de comer iríamos a ver a uno de sus primos a La Colonia Roma, y entonces cruzaron mi mente varias preguntas: cuando comenzó a temblar, ¿ella continuaba en el departamento –vivíamos en el quinto piso de un edificio–, o ya había salido a la calle...?; si ya había salido a la calle, ¿dónde se encontraba?; si ya estaba en la calle, ¿los gatos estaban bien...?, ¿les caería encima algún mueble dentro del departamento...?, ¿el edificio en el que vivíamos se encontraba en buen estado...? ¿Qué tal si ese edificio en el que habíamos vivido durante los últimos cinco años y que tenía casi treinta años de edad y que fue inaugurado algunos años después del terremoto de 1985 y que quedaba a veinte minutos de la universidad y que es mucho más alto que el Edificio S, se encontraba en peores condiciones...?
Cuando acabó el terremoto, que pareció durar una eternidad, salí del edificio sin ninguna precaución y bajé a la explanada de la universidad y traté de llamar a Katz por teléfono. Había decenas de personas intentando comunicarse por teléfono con otras personas. La situación era incierta. Aún no sabíamos las dimensiones del terremoto, pero todos sabíamos que no se había tratado de un terremoto cualquiera.
Mi teléfono no tenía línea. He vivido tantos terremotos que he aprendido que, si las líneas telefónicas se caen después de un terremoto, el terremoto no fue cualquier cosa. Respiré profundamente, para intentar tranquilizarme, y miré alrededor.
Lo primero que vi fue que el mural de Arnold Belkin, en la entrada principal del edificio S, tenía dos fisuras enormes que lo dividían en tres partes.
Antes de entrar en desesperación total, intenté llamar de nuevo a Katz, pero el teléfono seguía sin señal. Salí de la universidad. La calle parecía la escena de una película del fin del mundo. Todos los camiones de transporte público pasaban a toda velocidad, llenos de gente, y algunos automóviles particulares hacían paradas y subían a algunos transeúntes. Las sirenas de patrullas, de ambulancias y de camiones de bomberos completaban la escena. No habían transcurrido ni 10 minutos desde el principio de la catástrofe y esa parte de la ciudad ya estaba de cabeza. Traté de hacerle la parada a un taxi o de subirme a un camión de pasajeros, pero fue inútil. Había pocos taxis en circulación y los pocos que pasaban ya estaban ocupados. Ocurría igual con los camiones de pasajeros. Tuve que caminar hasta Rojo Gómez. Cada paso que daba era desesperante. Tenía la impresión de que mis pasos no me llevaban a ningún lado, que solo estaba caminando en círculos.
No podía comunicarme con Katz. No sabía cómo estaban Katz y los gatos. Estaba rodeado de gente igual de desesperada que yo, pero estaba solo.
No pude tomar ningún transporte.
Cuando llegué a Rojo Gómez, debí caminar sobre Rojo Gómez, desde Gavilán hasta Canal del Moral. No sé cuántos kilómetros caminé. Estaba exhausto, a punto de rendirme, caminando por inercia, esperando poderme subir a algún camión de pasajeros o taxi o automóvil particular.
Esporádicamente intentaba llamar por teléfono a Katz, pero ya sabía que el teléfono seguiría sin línea y ya no quería pensar en que las líneas telefónicas se caen sólo cuando ha ocurrido algo en verdad catastrófico. Sólo quería llegar al departamento y saber que Katz y que los gatos estaban a salvo.
Sobre Rojo Gómez, decenas de peatones caminaban ensimismados en sus propios pensamientos. No se veían daños aparatosos en ningún edificio o casa. El tráfico iba a vuelta de rueda y constantemente pasaban patrullas y ambulancias hacia Ermita Iztapalapa.
Deseé que Katz no hubiera cambiado de planes a última hora y que no hubiera decidido ir ella sola a ver a su primo –a veces, ella cambia de planes–, y volví a intentar llamarla por teléfono sin éxito y luego retomé mi peregrinaje hacia el departamento.
La angustia y la incertidumbre eran fulminantes, eran como una tonelada de cemento encima de mí. Tenía seca la boca seca y sentía un hueco en el estómago, pero lo único que realmente necesitaba era comunicarme con Katz y saber que ella y que los gatos estaban bien.
Al cabo de casi una hora de camino a pie, cuando estaba más o menos a la altura de Parque Tezontle, finalmente logré subirme a un camión de pasajeros. El camión iba llenísimo, el tráfico continuaba a vuelta de rueda, y el calor era sofocante. Unos pasajeros bromeaban sobre el terremoto –y los odié: seguramente, ellos ya se habían logrado comunicar con sus seres queridos y sabían que todos estaban bien, y el terremoto sólo era un evento inusual que los había sacado de la monotonía–, y no me dejaban escuchar la radio que traía encendida el chofer del camión.
Al cabo de casi una hora de camino a pie, cuando estaba más o menos a la altura de Parque Tezontle, finalmente logré subirme a un camión de pasajeros. El camión iba llenísimo, el tráfico continuaba a vuelta de rueda, y el calor era sofocante. Unos pasajeros bromeaban sobre el terremoto –y los odié: seguramente, ellos ya se habían logrado comunicar con sus seres queridos y sabían que todos estaban bien, y el terremoto sólo era un evento inusual que los había sacado de la monotonía–, y no me dejaban escuchar la radio que traía encendida el chofer del camión.
Hasta ese momento se me ocurrió que Katz también podría haber estado intentando comunicarse conmigo y que también debía de estar preocupada por mí, pero no podía hacer nada más: ya no tenía fuerzas; si me bajaba del camión, nada cambiaría; no podría echarme a correr y llegar más rápido que el camión, al departamento.
Por las calles por las que pasábamos en el camión no había daños.
Llegué a la casa alrededor de las cuatro de la tarde –¡tardé casi dos horas y media en llegar, desde la universidad!–, y me bajé del camión. Los edificios y las casas se veían bien, pero caminé lo más rápido que mis fuerzas me lo permitieron. Desde la avenida, logré ver que el edificio en el que vivíamos se encontraba en buen estado, y, por primera vez desde que había salido de la universidad, me sentí tranquilo. En el estacionamiento del edificio, me encontré a uno de los vecinos que vivía en el mismo piso que nosotros. Estaba inspeccionando los alrededores en compañía de sus hijos, y su presencia me tranquilizó aún más.
Me acerqué a la entrada del edificio. Las manos todavía me temblaban tanto que apenas pude meter la llave en la cerradura de la puerta. Una de las vecinas de la planta baja, me dijo que Elizabeth estaba bien y que acababa de subir al departamento, y subí hasta el quinto piso y mi cuñada me abrió la puerta antes de que intentara abrirla desde afuera con la llave, y me dijo que tenía como media hora en el departamento y que ella y que Elizabeth estaban bien.
Elizabeth estaba en la recámara y salió a la sala y la vi bien y me dijo que los gatos estaban asustados y escondidos debajo de la cama. Me dijo que había intentado llamarme por teléfono muchas veces y que durante el terremoto los gatos se habían asustado y que había escuchado los gritos y los llantos de los niños y de las profesoras de la primaria que está junto al edificio. Me dijo que el edificio se mecía y que chocaba con el edificio de al lado. Me dijo que creyó que el edificio se caería y que se metió en el clóset de la recámara. Me dijo que había escuchado cómo crujían las tuberías y las varillas del edificio. Me dijo que ya se había comunicado con sus papás y con mi mamá, y que todos estaban bien. Me senté en un sillón y descansé unos minutos, y luego inspeccioné el departamento. Nos quedamos sin luz y sin agua, pero todo se veía bien. Tuvimos internet hasta que se le acabó la batería al módem, pero nos bastó para ver en redes sociales la destrucción que había causado el terremoto. Las imágenes eran tan similares al terremoto de 1985 que parecía el mismo evento, y al igual que hacía treinta y dos años, yo vivía en la Ciudad de México, en el quinto piso de un edificio de departamentos y mi familia estaba bien. Era muy afortunado.
Elizabeth, los gatos y yo nos fuimos a pasar la noche a la casa de mis papás. Les conté cómo había sido mi día, cómo había sido vivir el terremoto en el edificio S –incluso les dije que era muy probable que hubiera sufrido algún daño severo– y cómo había sido el caótico regreso de la universidad al departamento, pero como que creyeron que exageraba.
Nos acostamos en mi recámara con los gatos. Toda la noche estuvieron inquietos y deambulando de un lado a otro. Toda la noche sentí que el suelo se movía y presentí que volvería a temblar y que sonaría la alerta sísmica. Cualquier movimiento, por ligero que fuera, me recordaba el movimiento en el tercer piso del edificio S. Estaba exhausto, pero no pude dormir ni dejar de pensar que mis piernas continuaban moviéndose sobre la Avenida Rojo Gómez.
Han pasado cuatro años y el edificio S ya no existe y son las 13: 14.
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