El sonido me golpeó en el cerebro como una droga administrada por vía intravenosa. Fue como si repentinamente estuviera experimentando la liberación de endorfinas al torrente sanguíneo para mitigar el dolor de una vieja herida de guerra.
Se trataba esencialmente de tu ritmo, de los latidos de tu corazón, de tu alma gritando “¡Soy un Rolling Stone!” Era tu marca. Era como una ola de sonido abriéndose camino entre las murallas líquidas de las cócleas de mi memoria. Era tu estilo. Eran los cimientos de las canciones de una banda británica de rock n' roll que parecía indestructible.
Cuando recibí el golpe, no sabía que habías discutido una vez con Jagger. De acuerdo con la prensa, estaban en una gira y él entró furioso a una habitación del hotel en el que se hospedaban, preguntando “¿Dónde está mi baterista?” y más tarde apareciste abruptamente en el lobby de ese hotel y le diste un puñetazo en la cara y le dijiste “¡No soy tu baterista: tú eres mi cantante!” Tampoco sabía que habías escrito un libro con poemas y con dibujos, en honor a Charlie Parker.
En ese momento, sólo sabía que eras Charlie Watts, el sujeto de bajo perfil de “Sus Satánicas Majestades”. Vagamente recordaba haber escuchado Get Yer Ya Ya's Out! en los primeros años de mi vida, cuando vivíamos en un pequeño departamento y mi papá leía el periódico en la sala cada domingo. Vagamente te recordaba saltando, vestido todo de blanco y sosteniendo un par de guitarras eléctricas, en la portada de ese álbum. Un burro estaba detrás de ti. Cargaba algunas piezas de la batería y otra guitarra eléctrica. Los dos estaban en una especie de carretera abandonada. La fotografía me intrigaba y me hacía pensar en los extraños caminos a través de los cuales podía llevarme el rock n' roll.
Mi papá encendía una tornamesa Stromberg Carlson y escuchaba ese álbum más o menos cada domingo y yo solía jugar más o menos cada domingo en la sala de ese pequeño departamento, de tal modo que asocié esa comodidad y esa felicidad –libre de cuestionamientos y de prejuicios–, con las canciones de Los Stones. Ahora, mientras escribo estas líneas, soy consciente de que los beats de tus canciones me acompañaron en varios rituales de la infancia.
Mientras experimentaba esta especie de shot intravenoso de opiáceos, me encontraba en otra sala y tenía trece años de edad. Después de haber vivido varios años en el quinto piso de un departamento, nos acabábamos de mudar a nuestra casa propia. Varias cosas habían cambiado. Mi papá, por ejemplo, ya no escuchaba Get Yer Ya Ya's Out! cada domingo. Entonces tenía una extraña fiebre por Miami Sound Machine, por Santana y por Charly García (o así lo recuerdo), y usaba un reproductor de discos compactos. Yo tenía un par de semanas en la preparatoria.
Sin embargo, la sensación provocada por la música fue tan poderosa que, en cuanto el inconfundible redoble de tus tarolas abrió la canción, algunas imágenes de mi infancia se precipitaron en mi cabeza. Llegaron intempestivamente, en forma de avalancha. De nueva cuenta, Los Stones emergían de un dispositivo electrónico –en este caso, de un viejo televisor– y como parte de un ritual altamente emocional, remontándome, instantáneamente, a la comodidad y a la felicidad de otros tiempos.
Mick, Keith, Roonie y tú eran unos gigantes en blanco y negro, con matices en sepia y en gris, en la pantalla. Una armónica acompañaba a tus tarolas, y también lo hacían los riffs de la Telecaster y las líneas del bajo de Richards y de Wood. Jagger cantaba “Your love is strong”, mientras tus colegas recorrían la Ciudad de Nueva York haciendo alarde de las habilidades que los catapultaron a la fama a finales de la década de los sesenta. Tú estabas, como siempre, sentado detrás de la batería, en esta ocasión junto a unos gigantescos tanques de agua que formaban parte de la escenografía, sosteniendo las baquetas con ese peculiar estilo de baterista de jazz que te caracterizaba, sonriendo y actuando de un modo parsimonioso, casi meditabundo y relajado, como si quisieras dar el mensaje de que ser quien llevaba el ritmo en Los Rolling Stones era el trabajo más fácil del mundo.
Algunas mujeres saltaban por las calles y aparecían tomando el sol en las azoteas, o fumando y esquivando el tráfico del epicentro del capitalismo, hasta que todos los integrantes de la banda, ya sin sus instrumentos, se reunían en Central Park.
Fue como si la música, la letra y el video de la canción, se alinearan con todos los asteroides de la galaxia en un momento preciso. Resultó asombroso que la sala de una casa y que un adolescente sentado frente al televisor en la sala de una casa, en una tarde cualquiera, formaran parte de esa coincidencia. En retrospectiva, creo que estos tres elementos –música, letra y video– me enviaban un mensaje similar al que me había enviado la portada de Get Yer Ya Ya's Out! en la infancia, y nos encontrábamos otra vez, pero más viejos, en uno de los extraños destinos a los que nos había llevado uno de los extraños caminos del rock n' roll.
Todo esto ocurrió a mediados de los noventa –hace muchos, muchos años–, varios meses antes de que todos ustedes vinieran por única ocasión a dar algunos conciertos a México, y, sin embargo, lo recuerdo como si hubiera ocurrido esta misma mañana porque es la forma en la que mi mente está tratando de decirme que no he logrado asimilar que Los Rolling Stones son historia, Charlie.
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