Los estudiantes más veteranos del laboratorio ya estaban por titularse y habían asistido a otros congresos de la SfN y me habían advertido de las dimensiones de estos congresos –se calcularían alrededor de 31, 000 asistentes a la edición del 2009, en Chicago, IL–, pero de todas formas me sorprendió ver a tanta gente.
Había quienes caminaban apresuradamente de un lado a otro, como si la impuntualidad fuera una cuestión de vida o muerte (¿el amor por el conocimiento?) y no les estuviera permitido llegar cinco minutos tarde a una conferencia (¿la compulsividad de sus tutores?) Otros, como yo, perplejos y en ayuno, esperábamos nuestro turno en una larga fila del único negocio abierto a esa hora: un Starbucks que parecía La Torre de Babel.
La gente formada en la fila hablaba cualquier idioma que puedas citar, pero no necesariamente hablaba bien inglés. La comunicación entre las vendedoras y la clientela era algo atropellada y la fila avanzaba lentamente.
A unos metros de mí, una mujer con burka pagaba su muffin y su bebida en la caja del Starbucks, cuando La Torre de Babel guardó silencio. Luego, siguieron unos murmullos. Miré por encima del hombro de mi compañera de laboratorio –ella también acababa de ingresar al doctorado y ésa era su primera experiencia internacional en un congreso–, y lo vi.
No se trataba de cualquier hombre caucásico con anteojos, de escaso cabello blanco y de mediana estatura, sino del ganador del Premio Nobel de Medicina o Fisiología del año 2000.
Vestía un traje y su característico moño en el cuello, justo como lo había visto en varias entrevistas para la televisión.
Eric Kandel avanzó lentamente hacia la fila del Starbucks y se detuvo precisamente a mi lado. Miró a su alrededor y se rascó la barbilla.
“Do you know where can I pick up my badge and the stuff...?”, me preguntó. Recordé haber escuchado esa peculiar voz en diversas entrevistas, y sentí la mirada de la gente en la fila, que, al igual que yo, tal vez no daba crédito a lo que estaba pasando. Le respondí tan rápido y tan claro como pude.
“Thanks”, añadió, y se marchó.
Lo seguí con la mirada. Por donde fuera que caminara, su presencia surtía el mismo efecto que en la fila del Starbucks: parecía una de esas personas con tanta influencia y poder que pueden obligar a la gente a hacer cualquier cosa (o a creer en cualquier cosa), si así lo desean.
Nos tocó nuestro turno en la fila y lamenté no haber sido atrevido y no haberme tomado una foto con él para que los veteranos del laboratorio no me tomaran por un mitómano.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario