Son las vacaciones de verano. Mi papá y yo nos hemos quedado solos en el departamento. Él mira la tele. La selección de Brasil enfrenta a la selección de Argentina, en Turín. Son los octavos de final del mundial de Italia '90. Los brasileños han dominado todo el partido. Tienen grandes jugadores: Jorginho, Branco, Dunga, Alemao, Careca, Müller... Nadie apuesta un peso por los argentinos. Han avanzado gracias a dos empates contra la URSS y contra Rumania. Perdieron contra Camerún.
Maradona de repente toma el balón en medio campo y esquiva a varios brasileños que intentan detenerlo como sea. Los comentaristas de la tele dicen que Diego está lesionado –después de conseguir su segundo scudetto con el Nápoles en la temporada que recién terminó, los defensas de los equipos rivales de la dura liga italiana le han dejado los tobillos destrozados y durante el mundial el equipo médico de la selección Argentina ha tenido que infiltrarlo varias veces–, pero aun así es tan hábil que parece un jugador de otro planeta, que juega a otra velocidad y que ve el futbol de una forma que nadie más puede ver.
En la misma jugada, en unos cuantos segundos, Diego se ha quitado de encima a seis brasileños. Casi cayéndose, ve a Caniggia desmarcado. Con la pierna derecha –la menos hábil–, le da un pase. Caniggia recibe el balón y esquiva a Taffarel y manda el balón al fondo de las redes. Con ese gol, Argentina elimina a Brasil.
Así te conocí –ni siquiera había cumplido 10 años–, y prefiero recordarte así.
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