Empecé a escuchar a Mark Lanegan cuando me sentía muy enfermo.
Tenía casi medio año en tratamiento médico.
Además de adherirme al tratamiento, había dejado de fumar, de beber alcohol y cualquier cosa que tuviera azúcar o gas; había dejado de comer grasas y harinas –y cualquier alimento o ingrediente apetitoso y relativamente salado o dulce, desde pizzas hasta salsa catsup–, y, sin embargo, me seguía sintiendo mal.
Odiaba mi existencia y cada segundo que transcurría.
Desde el mundial de Brasil 2014 había adquirido la costumbre de escribir, de beber alcohol y de fumar yerba hasta altas horas de la noche.
El mundial de futbol había coincidido con el final de un periodo de trabajo estresante (¡esclavizante, sofocante, humillante!) del último año del posgrado –publiqué más artículos de los que necesitaba para titularme y se me acabó la beca y mi esposa y yo tuvimos que mudarnos a un departamento más barato en una zona fea, y mi tutor, en lugar de darle cierto crédito a mi ambición, o no decir nada, se refirió a mí como un idiota que sólo seguía sus instrucciones... y lo dejó clarísimo en la última publicación que tuve con él... y también lo dejaría claro unos meses más tarde en un artículo de revisión del que me excluiría– y había perdido el control y había llevado al extremo mi libertad.
Una de esas noches –ahora que lo pienso, tal vez fue la última de esas noches– sentí que se me quemaba el esófago, que tenía algo atorado en la garganta y que no podía tragar (ni dejar de producir) saliva. Fue una madrugada realmente larga. No guardaba ninguna relación con las largas noches infernales con gastritis que había pasado en los últimos años de la licenciatura. Fue mil veces peor. Esa noche estaba exhausto y paranoico y resultó imposible quedarme quieto o acostarme en la cama y cerrar los párpados y esperar a quedarme dormido. La sensación era imposible de ignorar.
El calvario de mi enfermedad comenzó esa noche.
A la mañana siguiente, fui al médico general y el genio me dijo que tenía faringoamigdalitis y que seguramente me había enfermado porque había sufrido un enfriamiento y porque seguramente fumaba y entonces me recetó clorfenamina compuesta y me recomendó dejar de fumar y por algunos días no tomar bebidas frías o calientes, no comer alimentos irritantes y no asolearme.
Hice caso a sus recomendaciones y sin embargo seguí sintiéndome mal –incluso una vez tuve que salirme temprano del trabajo por tener los mismos síntomas de aquella noche, nada más por haberme comido un chocolate amargo– y saqué una cita con un gastroenterólogo que encontré en la Sección Amarilla.
Fui a su consultorio en el Hospital Ángeles de la Colonia Roma y le hablé de los síntomas que había estado teniendo y de la visita al médico general y él me revisó y me diagnosticó reflujo gastroesofágico y me realizó una endoscopía y me tomó una biopsia y me dijo que tenía una hernia hiatal condicionada por el reflujo y helicobacter pylori y me explicó que lo que sentía eran los ácidos gástricos ascendiendo por el esófago porque el esfínter inferior no funcionaba apropiadamente, y me recetó un montón de fármacos –pantoprazol, cinitaprida, etc.– y seguí sus recomendaciones.
Los síntomas menguaron, pero, cuando suspendí el tratamiento, me sentí peor: tenía náuseas todo el día y crisis de ansiedad ocasionalmente.
Unos meses más tarde, cuando la situación empeoró y sólo podía comer dos o tres cosas sin condimentos y cuando la constante erosión del esófago estaba provocándome esofagitis y me hacía secretar saliva incesantemente, consulté a otros dos gastroenterólogos y los tres me dijeron que tenía que someterme a un procedimiento quirúrgico y que, si no lo hacía, no sólo tendría los síntomas del reflujo gastroesofágico sino que la esofagitis podría generar un tumor cancerígeno... y fue así que acabé en el quirófano hace casi dos años.
Los médicos me abrieron en canal –quería tener una cicatriz visible, para tener consciencia de la miseria por la que había pasado, y opté por el método tradicional y rechacé la laparoscopía– y la recuperación fue larga y también incluyó ataques de ansiedad, náuseas, malestar gástrico, distensión estomacal, una dieta monótona y la consciencia de estar secretando toneladas de saliva que me dejaban dolorida la garganta.
A lo largo de todos estos meses escuché la música de Mark Lanegan: desde que me despertaba diariamente con náuseas, sin ganas de salir a la calle y sin hallarle sentido a una vida tan miserable, hasta que la posibilidad de someterme a un procedimiento quirúrgico me dio la esperanza de tener una vida normal nuevamente.
Rumbo al trabajo, escuchaba Bubblegum –When Your Number Isn't Up me transportaba a la calidez y a la ociosidad de mi adolescencia, cuando no tenía problemas de salud y lo único que hacía era pensar en formar una banda de rock y en probar drogas ilícitas–, mientras intentaba ignorar los aromas de la calle que podía asociar con la asquerosidad y que podían llevarme a tener arcadas y a devolver el estómago en la vía pública –siempre llevaba conmigo una bolsa de emergencia– y The Winding Sheet –Wild Flowers me hacía desear que el único sufrimiento que padeciera fuera el rechazo de una mujer–, y la melancolía de las letras y la lúgubre voz de Lanegan y la idea de que ese álbum había sido lanzado a la venta cuando yo era apenas un niño de diez años sin ningún problema de salud, me consolaban.
En la convalecencia de la cirugía, también leía a Tom Hansen, y lo imaginaba confinado en una cama, después de haber ingresado de emergencia al Harborview Hospital, a punto de perder una pierna, debido a una infección provocada por el constante empleo de jeringas para inyectarse heroína, y recapacitaba en unas palabras suyas que decían "No me desperté un día y decidí destruir mi cuerpo... La destrucción de mi cuerpo ocurrió de manera imperceptible... como la puesta de sol" y pensaba que yo nunca había sido un heroinómano y que no había ido a parar al hospital de emergencia y que no había estado nueve meses postrado en una cama y dependiendo de las enfermeras para ir al baño y para tomar una ducha, y que sin embargo había estado sintiendo la misma desesperanza que él durante casi dos años.
Incluso cuando estaba bajo tratamiento médico, me era imposible sentarme a leer un artículo de investigación de principio a fin, o realizar una cirugía estereotáxica de principio a fin. Siempre tenía que hacer pausas y salir a tomar aire a un espacio abierto, para mitigar las náuseas que me atacaban y controlar los ataques de pánico que acompañaban a las náuseas.
Por supuesto que nada de esto es importante cuando te evalúa el SNI: aun cuando saltaste de no ser miembro del SNI a ser Nivel I, aun cuando titulaste alumnos, aun cuando estuviste en exámenes de doctorado, aun cuando eres co-tutor de un estudiante de maestría, aun cuando diste clases y conferencias por aquí y por allá, aun cuando trabajaste en tus propios proyectos de investigación sin tener tu propio laboratorio, aun cuando publicaste un artículo con información importante y pudiste recurrir a la puntitis y dividirlo en tres publicaciones irrelevantes y aun cuando hiciste todo esto pensando diariamente si tenía sentido soportar una vida miserable y un futuro académico incierto, eres susceptible a los prejuicios y eres culpable de ser un ser humano y de comportarte como los humanos que hacen el mínimo esfuerzo y eres culpable de ser un investigador poco productivo que no merece.
El asunto había llegado a ser tan intenso que una vez tuve que acudir al Servicio Médico de la universidad a pedir un ansiolítico y tuve que regresar al departamento donde vivía bajo los efectos del Ativan y tumbarme en la cama y soportar la paranoia y las arcadas, yo solo (mi esposa volvía de su trabajo alrededor de las siete de la noche), mientras el tiempo transcurría lentamente y las náuseas menguaron.
El dolor físico y emocional que transmitía Tom Hansen en las páginas de American Junkie, postrado en una cama del Harborview Hospital, me hacía pensar en su infierno privado y comprender por qué le resultaba inútil explicarle a los médicos por qué se había convertido en adicto a los opiáceos y por qué había desarrollado tanta tolerancia a ellos que había despertado de la anestesia a la mitad del procedimiento quirúrgico en el que estaban por amputarle la pierna.
Así veía yo, más o menos, mi situación: si mis familiares reducían mi enfermedad a un dolor estomacal semejante a una combinación de gastritis con faringoamigdalitis, ¿qué podía esperar de mis compañeros de trabajo?
Estaba cansado de intentar explicarle a mi familia cómo me sentía.
Casi cada domingo, veía a mis papás –me sentía deprimido, pero jamás llegaba al extremo de decirles que estaba harto de vivir miserablemente y que cada día era una tortura– y les decía que no me sentía bien y les contaba qué medicamentos tomaba y qué cosas podía comer y qué explicaciones me daba el especialista cuando iba a consulta, pero no parecían dimensionar el problema (me hablaban de sus propios problemas de salud y no notaban que esa época era la primera en la que yo mismo me veía forzado a hablarles seriamente de mi salud) y me invitaban a comer y, a pesar de todo lo que les había dicho, casi siempre me ofrecían alimentos grasosos e irritantes que cualquier persona podía comer.
Lo más fácil para mí era evitar contarles a mis compañeros de trabajo cómo me sentía.
En estos días he estado leyendo a Guillermo Fadanelli.
En Plegarias de un inquilino, sugiere que la salud es el silencio de la enfermedad y que sólo somos conscientes de nuestra existencia cuando estamos enfermos.
Dice que nadie juzgaría a un enfermo terminal, por no realizar planes a futuro.
Dice que la vida del enfermo terminal, carece de propósito y que es irónica: que aun cuando no sabe cuándo morirá exactamente, está consciente de que la probabilidad de que su muerte ocurra más pronto que la de cualquier persona sana es más alta.
Tras recordar estos meses miserables y recordar lo extenuante que es hablar del asunto con la gente cercana a ti y no hacerles comprender que no estás exagerando, que no estás psicosomatizando y que estás deprimido y que no es sólo un evento mental sino que te mina físicamente y emocionalmente, sólo puedo concluir que automáticamente juzgamos la vida de los demás, sin saber cuáles son los motivos detrás de sus actos y sin tener el mínimo interés en averiguar cuáles son los motivos detrás de sus actos.
En septiembre del año pasado, Mark Lanegan vino a la Ciudad de México y cuando escuché Wild Flowers en vivo fue un momento catártico: aun cuando había fracasado durante seis meses en la búsqueda de un empleo más estable que una estancia posdoctoral, entonces me sentía una persona normal y acababan de publicarme un paper en el que había trabajado experimentalmente cuando me sentía más miserable.
Ese concierto representó muchas cosas para mí.
Al final del concierto, fui el primer asistente en estrechar la mano de Mark Lanegan y en obtener su autógrafo. Me hubiera gustado decirle todo lo que su música representó para mí en esos tiempos difíciles.
Hoy es el aniversario 29 de The Winding Sheet.
Cuando cumpla 30 años este álbum, espero haber reflexionado más sobre estas ideas y escribir una entrada sobre su grabación y también sobre el alivio que representó para mí la música de Mark Lanegan durante mi enfermedad.
A 2014 KEXP Review of The Winding Sheet
No hay comentarios.:
Publicar un comentario