Es el último viernes de las vacaciones administrativas de la universidad y me he determinado a escribir en este blog durante una hora ininterrumpida. Conforme enciendo la Mac y todos los programas que empleo frecuentemente se cargan, reparo en todos los distractores que frecuentemente están presentes cada vez que me siento frente a la computadora y me propongo escribir.
El reloj de la computadora dice que faltan cuatro minutos para las siete de la noche. Hago una pausa y tomo la botella de Heineken que tengo a un lado del mouse, colocada en un posavasos que compré en alguna Feria del Libro o en algún museo.
El posavasos tiene un dibujo en colores rojo y blanco en el que se ve un rostro que se parece al de Jimi Hendrix. El dibujo me hace pensar en su Fender Stratocaster blanca, adaptada para zurdos. Inmediatamente pienso en Woodstock. Cuando pude ver un video de ese festival, lo que más me impresionó fue su interpretación del himno de Estados Unidos y la forma en que apaleó contra el suelo su guitarra en repetidas ocasiones, antes de prenderle fuego.
El dibujo también me hace pensar que probablemente “Vodoo Child” es la primera canción de Hendrix que escuché. Tal vez ocurrió un domingo en el que mi papá se sentó en la sala a leer el periódico antes de desayunar, mientras sonaba su tocadiscos. Creo que yo debí de tener alrededor de cinco años y que el sonido wah wah de los primeros acordes de la guitarra en esa canción debió de parecerme hipnótico, extraño y enigmático. (Me daría demasiado crédito si dijera que la palabra “psicodélico”, ya formaba parte de mi vocabulario).
Estas ideas me hacen pensar que hasta hace un par de años, mi papá todavía tenía en su casa el acetato que debió de poner en su tocadiscos aquel domingo. Tenía una colección de acetatos –casi todos de rock–, pero no tenía ningún álbum de Hendrix, sino un acetato con varios éxitos de músicos contemporáneos de Hendrix. Hace como dos años se lo pedí prestado y lo escuché unas cuantas veces, pero sorprendentemente no reparé en todas estas cosas que acabo de escribir.
Debajo del rostro del músico de Seattle hay una frase atribuida a él: “el conocimiento habla y la sabiduría escucha”. No analizo la frase. Sólo tengo la expectativa del sabor de la cerveza y pienso en “Vodoo Child”, en “Purple Haze”, en “Foxey Lady”, en “Manic Depression” y en “Love or Confusion”.
También pienso en que Hendrix murió ahogado en su propio vómito, inesperadamente, un 18 de septiembre de 1971, cuando su carrera, según los expertos, se encontraba en franco declive. Y también pienso en que cuando compré mi primera guitarra eléctrica zurda –una Aze de color negro y con golpeador blanco que conseguí en alguna tienda de Bolívar, en un paquete que incluía un tahalí negro y un amplificador genérico GA-15–, una de las primeras canciones que aprendí a tocar fue “Purple Haze”.
Le doy un sorbo a la Heineken y trato de explicarme por qué no he podido escribir nada satisfactorio durante cuatro semanas... o mucho más. (Tal vez desde abril, cuando comenzó la cuarentena para mí). Conforme el alcohol recorre mi garganta y todas las moléculas que asociamos con el placer estallan en mi cerebro y me acomodo en la silla, me sumerjo en los instrumentos de la Sinfonía No. 5 en C Menor de Ludwig van Beethoven que he estado escuchando desde que comencé a escribir esta entrada.
No sé por qué el ir y venir de la violencia y de la calma que me transmite la música, me hace sentir nostalgia y pensar selectivamente en cómo era mi vida en el 2012 –más o menos cuando debí de comprar esa guitarra eléctrica de gama baja–, cuando internet no era tan elemental como ahora y cuando las redes sociales no estaban presentes en todas partes y no tenían tanta influencia como ahora.
Creo que en esa época podía sentarme a escribir frente a la Sony VAIO –era la única computadora que tenía entonces y la acababa de comprar– y que podía escribir un relato de principio a fin con relativa facilidad, independientemente de las estupideces que podía escribir de principio a fin.
Creo que en el 2012, mis principales problemas al escribir eran que el posgrado me absorbía y que bebía alcohol excesivamente para distraerme y para lidiar con el estrés. Aunque podría asumirse que mi vida como estudiante de doctorado la viví en el paraíso porque nunca me quejé de nada, los últimos dos años fueron una pesadilla. Desarrollé dermatitis psicosomática (algunos oportunistas de nuestros días en cuarentena la han llamado “alergia emocional”), tabaquismo (me fumaba alrededor de cuatro cajetillas, sólo contando los fines de semana) y cierto nivel de alcoholismo (al menos bebía los fines de semana y lo hacía hasta perder el conocimiento).
Creo que todo “lo literario” que escribía en el 2012 –me tomaré la libertad de llamarlo así, para distinguirlo de los textos científicos o de divulgación de la ciencia que escribo como parte de mi trabajo académico–, siempre y cuando mis actividades del posgrado me dejaran un espacio libre, era más estúpido y más pretencioso que lo que escribo regularmente.
Estaba desesperado, pero lo que escribía no parece escrito por alguien desesperado sino por alguien que no estaba acostumbrado a escribir. Aunque francamente no creía requerir de la opinión de nadie sobre lo que escribía –ya había tomado dos o tres talleres de creación literaria y consideraba haber obtenido suficiente retroalimentación de otros sujetos interesados en la escritura como yo– y escribía porque desde niño tengo la necesidad de escribir, es evidente que tanto el ritmo como el estilo de escritura que había adquirido antes de ingresar al posgrado, los fui perdiendo cuando ingresé al posgrado.
El posgrado demandó toda mi concentración y perdí el hábito de escribir. Durante esos dos últimos años de pesadilla, de angustia y de estrés innecesarios (ya tenía más publicaciones como primer autor que las que exigía el reglamento del posgrado como requisito para realizar el examen de grado y sin embargo, aun cuando estaba dispuesto a vivir de mis ahorros para tener más publicaciones, mi lugar en el laboratorio parecía ser el de un estudiante de licenciatura que estaba “a prueba” y que hacía el mínimo esfuerzo), me emborraché cada fin de semana, cada día de asueto y cada periodo vacacional disponibles.
En todas las estupideces que escribí en esos meses llenos de una nube de éter, la desesperación ni siquiera quedó reflejada de algún modo elocuente. Es claro que para mí aplica lo que Élmer Mendoza –y supongo que varios escritores más– dice en una de las novelas que estoy leyendo: un individuo alcohólico es la mitad de la persona que podría llegar a ser. (¿Hasta dónde habría podido llegar Bukowski?)
En el 2012, tenía la costumbre de fumar y de beber para “matar tiempo”; ahora, como ya no fumo –en mayo, cumplí cuatro años sin fumar– y como sólo ocasionalmente me tomo una cerveza o un whisky, “mato tiempo” en redes sociales.
Puedo “matar tiempo” mientras como para abolir las náuseas del ayuno, mientras tomo un descanso para asimilar la información que he consultado para dar una clase, mientras reflexiono y releo algo que acabo de escribir y el resultado me decepciona...
Me cuesta mucho trabajo quedar satisfecho con lo que escribo; si la primera oración que escribí, no me gusta –lo cual ocurre prácticamente cada vez que comienzo a escribir un párrafo–, no puedo avanzar.
Al final, la decepción me lleva a abortar la escritura y a procrastinar.
Yo sé que, más que procrastinar, en realidad abandono lo que estaba escribiendo porque lo que he escrito no me ha dejado satisfecho, pero, de todas formas, me frustra.
Termino revisando mis redes sociales y engañándome y diciéndome que me interesa alguna publicación controversial de algún personaje controversial.
A veces escribir es una tortura y un círculo vicioso: tengo tiempo y tengo una idea, comienzo a escribir, leo lo que escribí, me decepciona lo que escribí, corrijo lo que escribí, leo de nuevo lo que escribí, vuelvo a sentirme frustrado...
Esta experiencia la describe estupendamente Luis Muñoz Oliveira: escribir es corregir incansablemente lo que has escrito.
Como siempre tengo la expectativa de que no quedaré satisfecho, independientemente de lo que escriba, no escribo, aun cuando tenga tiempo.
Además de que pueden ser una salida fácil a la frustración, a veces reviso mis redes sociales aunque no haya comenzado a escribir. Aunque he pasado momentos muy desagradables en twitter y en Facebook porque me he enfrentado con sujetos obtusos , es sorprendente la facilidad con la que me distraigo en redes sociales, cuando estoy escribiendo.
En parte, reviso mis redes sociales y me distraigo en ellas porque, como ya lo mencioné, es una salida fácil a la frustración, cuando apenas he escrito un párrafo de cualquier estupidez que acostumbro escribir y cuando me basta releer lo que he escrito para aborrecerlo con todo mi corazón (y para aborrecerme con toda mi alma) y entonces comienzo a pensar cómo puedo escribirlo mejor (también aborrezco el método al que he bautizado con el nombre de “Xavier del Asco”: escribir lo que se te ocurra, tal y como se te va ocurriendo, sin realizar ningún análisis sobre lo que escribes, y esperar a que tus amigos influyentes digan que eres “escritor” y a que los incautos “ávidos lectores” crean que eres un escritor y entonces compren tus novelas que cuestan casi lo mismo que los libros de Mallarmé, para que luego alguna plataforma importante de streaming compre los derechos de tu novela y la adapte a una serie) y termino abandonando lo que estaba determinado a escribir y así erradico la frustración y la decepción.
En parte, también reviso mis redes sociales porque parezco un gato que se distrae fácilmente... o porque los tres gatos de la casa son demandantes y me piden alimentarlos o hacerles caso cuando me levanto de la cama por la madrugada para ponerme a escribir en el aislamiento y en el silencio más contundentes que puedo encontrar en mi casa.
Escucho por enésima ocasión esta composición de Beethoven y pienso en la versión que Martin L. Gore hizo a otra de sus composiciones (¿Sonata para piano No. 14?) y miro nuevamente el reloj de la computadora: son las ocho y cinco.
Después de tanto enredo, mi conclusión es que no he podido escribir en los últimos seis meses porque he estado ocupado en otras actividades que demandan mi escritura académica y formal. Creo que otros factores se suman a esta incapacidad –además de la disponibilidad para concentrarme en la escritura de un texto literario, además de la frustración y de la insatisfacción– y que están relacionados con dos estados mentales mutuamente excluyentes: o tienes tiempo para escribir, pero no tienes ideas, o tienes ideas para escribir, pero no tienes tiempo.
A diferencia de hace casi diez años, ahora sí me afecta la sospecha de que ni siquiera las personas a las que conocí en algún taller literario me leen.
Creo que estamos tan absorbidos por el poder de las redes sociales y que las redes sociales han revelado quiénes somos realmente. Creo que frecuentemente leemos a desconocidos sólo porque les atribuimos cualidades que valoramos o porque son muy famosos en redes sociales o porque fortalecen nuestras creencias. Esto me lleva a pensar en un constructo de los teóricos cognitivos de la motivación y de la emoción. Este constructo tiene como propósito explicar por qué hacemos lo que hacemos y por qué nos atribuimos habilidades que quizá no nos caracterizan en realidad y que, en última instancia, nos ayudan a lidiar con nuestras miserias y a sentirnos funcionales en la sociedad y satisfechos con nosotros mismos (y con quienes nosotros mismos creemos que somos en sociedad), cometiendo, al menos, uno de estos errores: sobrestimar todos nuestros logros y atribuírnoslos exclusivamente a nosotros mismos y atribuir todos nuestros fracasos a eventos que quedan fuera de nuestro alcance, maximizando nuestros logros y minimizando nuestros fracasos (error de atribución fundamental), o subestimar los logros de los demás y atribuírselos a la ayuda que recibieron de otros (error actor-observador).
Independientemente de todo lo que he escrito, he logrado escribir durante una hora ininterrumpida mientras he escuchado a Beethoven, y sin embargo no puedo despojarme de este sentimiento: detesto haber perdido el hábito y el ritmo que tenía para escribir.
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