El domingo se dispersa. El viento sopla fuertemente. Las nubes rompen filas. La forma que han adoptado en el cielo parece un diente de león al que alguien le ha soplado, después de haberlo arrancado de la tierra para pasar el rato o para demostrarle su amor a un amor mal correspondido.
El domingo se quebranta con los bramidos del motor del automóvil que pasa a lo lejos, por donde está el cementerio o por donde está el campo de futbol 7 o por donde está la iglesia o por donde está la tienda de abarrotes o por donde está la coladera con un enorme agujero que da al desagüe, mientras hago una pausa para llevarme otra vez el tarro de cerveza a la boca.
Son las dos de la tarde. Hace sol. El sol carbura mi piel. Mi alma es el motor de un 747 que vuela a Honolulú. Estoy en la terraza de esta (enorme) casa que rentamos desde diciembre.
Salí a correr otra vez, después de tener inflamado el tobillo, después de haber estado dos semanas en reposo, después de haber esquivado a un Pug en el jardín de perros del fraccionamiento en el que vivo, después de haberme vendado el pie y de haberme puesto gel de diclofenaco y después de haber soportado estoicamente el dolor. Siempre he sido así, y eso me ha costado que la gente crea que todo me parece bien y que todo me da igual y que nunca me duele nada; ni siquiera haber terminado en el quirófano (a lo mejor por eso preferí la cirugía con “la herida de guerra”, en lugar de la cirugía con laparoscopía).
Al correr, como cada domingo, volví a toparme con mi vecino amable. Como ocurre siempre que nos encontramos, nos saludamos. Hay otras personas que nunca saludan. Como casi cada domingo, él lavaba su auto y la camioneta de su esposa, con una manguera y con una aspiradora.
También me topé con los vigilantes y los saludé, y me concentré en la música que escuchaba a través de los audífonos cuando llegué a los dos kilómetros recorridos, y en ese momento me topé con otros vecinos que salían del fraccionamiento en su automóvil y también los saludé, y cuando llegué a los tres kilómetros me detuve y me topé con otros vecinos que también salían del fraccionamiento en su automóvil, pero no los saludé porque son el tipo de vecinos que nunca devuelven el saludo.
Bajo los rayos del sol y con algunos mililitros del alcohol en la sangre, tostándome y perdiendo el juicio, he leído a Hunter S. Thompson, he leído a Mark Lanegan y he leído a Carlos Velázquez. (Siempre leo a varios autores al mismo tiempo; es un consejo que leí de Roberto Bolaño hace muchos años, cuando leí Los detectives salvajes, cuando una amiga que conocí en un taller de creación literaria, me dijo que él era como el Kurt Cobain de la literatura y despertó mi curiosidad.) He pasado de un avión con rumbo a Hawai, con un pasajero con un brazo azul, a un hombre atormentado por su pasado e infectado por el Covid-19 en un hospital lleno de ancianos, y he acabado en un restaurante de la Ciudad de México y en la Arena Monterrey, con un fanático de Roger Waters.
Me he bebido casi dos litros de Victoria. No es mi cerveza favorita, sino la que hay disponible. Disfruto la sensación de aturdimiento que me provoca el alcohol. Detecto sus efectos: cómo va haciendo pedazos a mi cerebro, cómo va quitándome los prejuicios y la necesidad de analizar excesivamente todo lo que quiero escribir, y cómo pone a trabajar a mi enzima alcohol deshidrogenasa.
Miro otra vez hacia el cielo. Aunque traigo lentes de sol y aunque me he puesto bloqueador, veo cómo las nubes rompen filas otra vez (y cómo parecen un diente de león en el aire), y siento cómo los rayos del sol chamuscan mi piel y mi mente alterada por el alcohol.
Las nubes rompen filas. Mis ojos enceguecidos por los rayos del sol reproducen fosfenos en mi corteza occipital. Los fosfenos saltan como argamasa multicolor en mis retinas. Cierro los párpados, y una luz rojiza inunda mi campo visual reducido. No sé por qué, pero recuerdo a Superman y su vista de rayos X. No sé por qué, pero me recuerdo leyendo un cómic de Superman en mi recámara, un domingo cualquiera de 1980 y tantos, mientras mi papá lee el periódico en la sala del pequeño departamento en el que vivimos y mientras mi mamá le da de comer al pequeño pez Betta Splendens que tenemos en una pecera encima del refrigerador.
No sé por qué, pero me recuerdo en el asiento trasero del VW de mi papá, en la época en la que era de color plateado, escuchando “Material Girl”, mientras circulamos por Fray Servando y Teresa de Mier y vamos a un Burger Boy, y mientras miro fijamente el sol durante algunos segundos y luego cierro los párpados y veo fosfenos, exactamente como ahora.
Pergeño estas palabras, y el domingo se dispersa. Escucho el tiroteo de los cohetes de las fiestas de San Mateo Atenco. El sol se esconde detrás de mi niebla mental etílica. Los motores de los automóviles refunfuñan. Escucho el aleteo de las palomas que huyen de las azoteas mientras un sujeto vino a cargar gas a alguna casa. Una mosca flota en mi campo visual, como si danzara al ritmo del repiqueteo de las campanas de las iglesias. La atmósfera tiene el olor de una droga invisible que altera los sentidos.
El domingo está muriendo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario