miércoles, enero 01, 2020

2020


Faltan cinco minutos para que acabe la década. 

Acabo de sentarme en la cama y acabo de encender el televisor y de ponerlo en un canal de televisión abierta. Casi no veo la televisión –incluso me cuesta trabajo ver 45 minutos de un partido de futbol que supuestamente me interesa y también es difícil que me atrape la serie o la película de Netflix de la que todo internet habla– y, cuando lo hago, tengo la impresión de que me encuentro en un estado vegetativo o de que no tengo imaginación y que estoy tan infernalmente aburrido que he agotado todas las opciones que hay para entretenerme y que simplemente quiero matar el tiempo, pero cada 31 de diciembre hago lo mismo: cuando faltan pocos minutos para la medianoche y para el conteo regresivo que le da la bienvenida al Año Nuevo, enciendo el televisor y pongo un canal de televisión abierta. 

Me gusta tener de ruido de fondo la transmisión del programa de fin de año. Es un hábito –y como tal, es automático y no estoy plenamente consciente de él, hasta que me pongo a pensar en él– y lo llevo a cabo desde que me casé. De algún modo, ahora que lo pienso, me hace recordar las cenas de Año Nuevo de mi infancia. Todas ocurrían en casa de mis abuelos. 

Mis abuelos maternos y mis abuelos paternos vivían en la misma colonia –¡sus casas estaban una al lado de la otra!– y fue inevitable que mis papás se conocieran y que se cayeran mal al inicio y que luego se hicieran novios y que después de muchos años de novios se casaran y que después nos engendraran a mis hermanos y a mí (primero, a mí), y que el último día del año nos llevaran a las casas de los abuelos. Mi mamá se quedaba más tiempo con sus papás y mi papá se quedaba más tiempo con sus papás y nosotros decidíamos con cuáles abuelos pasar más tiempo. Yo me sentía comprometido a pasar el mismo tiempo con los cuatro.  

Era una decisión sencilla, pero difícil de llevar a cabo. No quería aburrirme, pero tampoco quería herir susceptibilidades. 

En la casa de los papás de mi mamá, siempre estaban nuestras primas –mi abuelo incluso les hacía una piñata a mis primas y a mi hermano más pequeño– y no nos aburríamos. 

En cambio, estar en la casa de mis abuelos paternos, era aburrido. Nuestros primos eran mayores que nosotros y casi nunca estaban en la casa –se iban de fiesta con sus amigos– y los adultos hablaban de cosas que no nos involucraban.

El televisor parecía ser el único medio de comunicación que mantenía reunidos a los invitados a la cena. Siempre estaba encendido y lo único que uno podía hacer allí era ver el programa de fin de año. Generalmente la transmisión la hacían desde Times Square algunos conductores de la televisión mexicana que le daban la bienvenida al Año Nuevo y que hablaban de los neoyorquinos que se reunían allá.

(Es curioso cómo, después de más de treinta años, llevo a cabo este ritual inconscientemente para sentirme conectado con mi familia.) 


Conforme voy recordando algunos detalles, algunos eventos se van aclarando en mi cabeza y me hacen sentir nostálgico, mientras continúo escuchando la televisión como ruido de fondo. Sin despegar la mirada del monitor de la MacBook Air, vislumbro a un hombre y a una mujer que visten ropas abrigadas y que parecen estar sentados en unos bancos que están encima de una tarima. Detrás y debajo de ellos, se ve a un puñado de personas de pie. 

La mujer dice que se encuentran en Reforma y que se han congregado alrededor de 80, 000 personas allí, para disfrutar el espectáculo que el Gobierno de la Ciudad de México ha preparado para despedir al 2019 y para darle la bienvenida al 2020. Mientras ella dice todo esto, me pongo a pensar en algunos comentarios que he estado leyendo a largo del día en twitter

Hay un gran porcentaje de usuarios que insisten que la década del 2010 comenzó en el 2011 y que termina en el 2021. Algunos “argumentan” que eso dice la RAE y otros sugieren que “seamos precavidos y que no caigamos en el engaño de que hoy termina la década del 2010”. 

(Personalmente, prefiero creerle a Juan Villoro, a Billy Corgan, a Dylan Carlson y desconfiar de Rodolfo Landeros.) 

No entiendo a quienes se confunden con este asunto. ¿Acaso no les queda claro que la década de los noventa comenzó el 1 de enero de 1990 y que acabó el 31 de diciembre de 1999?, ¿acaso no les queda claro que los primeros minutos de vida de un recién nacido, forman parte de su primer año de vida...?


Estoy sentado en la cama, junto a mi esposa. 

Ella contesta algunos mensajes de Whatsapp en su teléfono y yo tengo la computadora en las piernas y las siento un poco adormecidas. 

El ruido del televisor se confunde con el ruido del calefactor. 

Los gatos deambulan de un lado a otro en la cama, en busca de un sitio cómodo dónde pasar la noche. La gente que no tiene gatos estereotipa a los gatos como seres diabólicos y malagradecidos que se comerían a sus dueños sin dudarlo. 

Los gatos en realidad son muy especiales. No son transparentes como los perros que lo siguen a uno a todas partes. Creo que los estereotipos de la gente se deben a que dan por sentado que un ser vivo que no usa el mismo lenguaje que nosotros para comunicarse, los va a querer en automático. 

He convivido con gatos desde hace más de diez años. A diferencia de los perros, tienes que ganarte el afecto de los gatos. 

No sé si en este momento podría escribir, de no tener un calefactor en la habitación. 

Cuando hace frío, Gatusso, Yoko y Jackson se acomodan en nuestros pies y se van adueñando de la cama poco a poco. En un momento de la madrugada, parece que ellos son quienes comparten la cama con mi esposa y conmigo.

El tiempo es realmente extremo donde vivimos. Por las mañanas, llegamos a estar bajo cero y hay niebla –cuando amanece, las ventanas están totalmente empañadas–; por las tardes, sube la temperatura –el sol quema–; por las noches, llueve y hace frío. Las rachas de viento son muy fuertes todo el día. 

Frecuentemente leo a mis contactos de Facebook quejándose amargamente de las inclemencias del tiempo en la Ciudad de México y pienso que no soportarían una semana aquí –incluso en primavera, hay una parte del día que se siente como si fuera invierno. 



No sé realmente qué quiero escribir en esta entrada. 

Para encontrar alguna idea que pueda desarrollar y que me lleve a entrar a un estado de trance del que salga cuando ya sea el 2020, me pregunto qué hacía el 31 de diciembre del 2009 y qué estaré haciendo dentro de diez años.

 (¿Cuántas cosas habrán cambiado para entonces?, ¿qué clase de tecnología estará a nuestro alcance?, ¿cuántos animales se habrán extinguido?,  ¿volveré a tener problemas de salud?, ¿dónde viviré?, ¿finalmente ya habré publicado una novela?, ¿volveré a tener problemas de salud?, ¿seré un feliz padre, orgulloso de su descendencia?, ¿habré terminado por convertirme en el padre que le da un dispositivo inteligente a su hijo, o que lo tiene enajenado frente al televisor?, ¿volveré a tener problemas de salud?, ¿dónde viviré?, ¿finalmente ya habré publicado una novela?, ¿volveré a tener problemas de salud?, ¿habré encontrado un trabajo estable?) 

Me encuentro pensando en estas cosas, cuando intento recordar qué hice el último día de la primera década del 2000.

(Definitivamente, debería escribir más a detalle sobre la primera década del Siglo XXI, porque, para mí, ahora que lo pienso, la primera mitad fue muy distinta a la segunda mitad; fue, como dicen por ahí, sin mucha imaginación, una década “parteaguas”).



Tras realizar un pequeño esfuerzo, creo que me la pasé viendo DVDs de Two And A Half Men en compañía de mi esposa y creo que cenamos hamburguesas y papas fritas que compramos en un negocio que había por el edificio en el que vivíamos. 

(El lugar se llamaba algo así como “El Buen Sazón de Sonora” y la comida era de muy buena calidad, pero los meseros resultaron ser unos codiciosos hijos de la chingada –exigían una tarifa de propina– y eventualmente dejamos de comprar comida allí.) 

Ese Año Nuevo, teníamos dos o tres meses viviendo en un departamento en Xola, Gatusso tenía dos meses con nosotros, yo impartía clases en la Facultad de Psicología de la UNAM como profesor de asignatura interino –el nivel más bajo posible–, sólo tenía un par de publicaciones como colaborador, no tenía tiempo para escribir en este blog –ni para leer literatura no relacionada con mi proyecto de investigación– y aun disfrutaba mi vida como estudiante de posgrado. 



Luego, pienso en retrospectiva. 

Esta década, viví cosas asombrosas: me casé con una mujer extraordinaria –¡es increíble que tengamos más de diez años pagando rentas y haciéndonos cargo de los gastos de la casa (incluyendo la manutención de tres gatos), sin dedicarnos a ninguna actividad redituable (¿informática, contaduría, venta de automóviles, venta de comida?) y sin haber sido beneficiados laboralmente por algún contacto!–, ingresé al posgrado y obtuve el grado de doctor –en mi primera solicitud de ingreso al SNI, me dieron el nombramiento de Investigador Nacional Nivel I–, me emborraché los últimos fines de semana del último año del posgrado –no pude lidiar con el estrés de otra manera–, publiqué mis primeros artículos como colaborador, como primer autor y como autor corresponsal; tuve un grave problema de salud que me llevó a vivir miserablemente casi dos años –renuncié a todas las cosas que me gustaban, me adherí al tratamiento médico y la situación no mejoró–, pasé por el quirófano –¡me abrieron en canal!– y los medicamentos que estuve tomando me volvieron paranoico, sentimental y ansioso; dejé de fumar –este año, cumpliré cinco años sin fumar–; dejé de tomar alcohol, hasta perder la razón –ocasionalmente, me tomo una cerveza o un whiskey, pero jamás me emborracho–; hemos vivido en tres lugares diferentes...

Luego, pienso en este año que termina.

Fue intenso. 

Empezó muy bien. Conseguí una plaza de profesor visitante –entre la preparación (e impartición) de clases, reuniones académicas, misiones académicas y la administración de un proyecto financiado por CONACYT y que involucra a la UAM-Lerma, a la UAM-Xochimilco, a la UPEAL de la UAM-Xochimilco, al INNN, al INB y al CINVESTAV, casi no tengo tiempo libre– y nos mudamos de ciudad.

A los pocos días de estar en mi nuevo empleo, estalló una huelga. 

Fue irónico. 

La universidad me recibió con una huelga que duró tres meses –y es probable que ocurra otra huelga en febrero del 2020– y que me llevó a la quiebra, a trabajar en casa (como si el dinero fuera irrelevante), a sobrevivir con mis ahorros –por enésima ocasión– y a tener que solicitar algunos préstamos.

La huelga fue dura y me hizo reflexionar sobre varios asuntos.



Lo que he logrado, aunque no lo parezca, no ha sido fácil –mi posgrado no fue, precisamente, un paseo por las nubes y no me titulé haciendo el mínimo esfuerzo– y no he encontrado estabilidad económica, porque mi carrera no es redituable –¿a quién le interesa la docencia y la investigación?, ¡hay quienes ni siquiera las consideran un trabajo!– y porque hay pocas oportunidades de trabajo para personas con mi perfil... y porque, las que hay, son altamente competidas.

No es que no haya encontrado estabilidad económica porque no la haya buscado –ni deseado–, ni porque sea conflictivo, ni porque haya acudido a todas las entrevistas de trabajo que he conseguido, creyéndome superior a mis potenciales jefes y queriendo dejarlos en ridículo.

He tenido que vivir de mis ahorros varias veces porque mi campo de trabajo es incierto –¿no es así, para todos?– y porque no es lucrativo y porque no genera ganancias multimillonarias a corto plazo. 

No soy un despilfarrador, ni gasto más dinero del que tengo –en agosto, salí de vacaciones, ¡después de cinco años!, y, antes de esas vacaciones, ¡tenía otros cinco años, sin salir de vacaciones!– y tampoco todo lo malo que me pasa, se debe a que soy una persona influenciable que no sabe a dónde va a parar su dinero y que se la pasa realizando viajes de placer por todo el país o comiendo en lugares exclusivos y exóticos. 

(Vivir es caro.) 

Sé todas estas cosas y, sin embargo, de nada sirve. 

(Al final, no importa cuántas veces las repita o las escriba: hasta las personas que más quiere uno, piensan de uno lo que se les da la gana... y, casi siempre, lo que se les da la gana pensar es lo peor de uno.) 

Publico esta entrada, cuando se cumplen los primeros segundos del 2020 y espero que sea la mejor década de mi vida y que finalmente encuentre la estabilidad económica que he buscado y que esa estabilidad me permita sentirme protegido para formar mi propia familia (humana) y que me permita olvidarme de las preocupaciones que me han perseguido año tras año y que me han hecho pasar noches de insomnio pensando cómo hacer que mis ahorros –cada vez más escasos–, rindan cada vez más.   


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