Lo primero que debo hacer es admitir que fui prejuicioso con Carlos Velázquez. No lo conocía, nunca había escuchado nada sobre él, pero, de pronto, un día, mi línea de tiempo en twitter fue inundada por publicidad de La efeba salvaje, uno de sus libros que acababa de salir a la venta. Había tanta publicidad sobre el libro que era prácticamente imposible no acabar leyendo una nota sobre La efeba salvaje y no saber que Carlos Velázquez había escrito ese libro de relatos.
Cada vez que doy con algún libro que me recomiendan por todas partes, tengo mis sospechas. Más allá de que tengo los grados académicos más mamones y de que hago cosas que pocas personas pueden hacer (a pesar de que nací en una familia poco privilegiada) y de que no me basta encender la televisión o ponerme como meta comprarme un auto para ser feliz, aprendí a leer y a escribir a los cuatro años, y, desde entonces, siempre me ha gustado leer y escribir; cuando estaba en las postrimerías del kínder o en la primaria y no tenía que ir a la escuela, me pasaba todas las mañanas escribiendo y leyendo por placer; mis papás me compraban cuentos o cómics, y lo que leía me llenaba la cabeza de ideas y entonces escribía historias; cuando entré a la pubertad, dejé atrás a los hermanos Grimm y a Superman, y me topé con Bukowski y con Baudelaire, y luego con Kerouac y con Burroughs, y después con todos esos autores decimonónicos y con todos esos autores poco convencionales que tienes que leer en algún punto de tu vida, si realmente lees, si no eres un lector de ocasión.
He tomado algunos talleres de creación literaria, he conocido a gente que escribe literatura underground, he tratado a gente arrogante y sin talento que escribe literatura comercial, he tenido algunos amigos que parecen atrapados en otro siglo y que escriben literatura llena de anacronismos, me he relacionado con personas que se ven a sí mismas como Arthur Rimbaud, he aborrecido a algunos periodistas de rock que fueron mánagers de la banda de rock de mi hermano y que escriben en La Jornada y que no saben nada de nada, he concursado por algún premio con alguna novela que he escrito y que nadie ha leído, he asistido a varias presentaciones de libros y he sentido pena por los escritores que deben lidiar con las preguntas tontas de sus admiradores...
Desde que estoy metido en el mundo de las letras, me ha quedado muy claro que la literatura pertenece a un círculo social: que no hay “golpes de suerte”, que casi todos los escritores son amigos de casi todos los escritores, que unos a otros se dan palmaditas en la espalda en todos los medios posibles, y que los lectores, en general, no son nada suspicaces y que acaban creyéndoles ciegamente a todos los escritores que les recomiendan los libros de sus amigos escritores.
A pesar de todos mis sesgos, la publicidad estaba en todas partes y el título del libro de Velázquez se quedó en mi cabeza. Me pareció un título anacrónico y extraño, y me hizo pensar que tal vez el lenguaje del libro estaba plagado de anacronismos, como los cuentos de algunos de mis amigos. Hasta la fecha no lo he leído, pero después de leer Despachador de pollo frito, apostaría a que estoy equivocado. Tal vez se titule así en honor a una de las protagonistas. Tal vez es una manera de decir vaquerobvia.
En una de las notas que acabé consultando en Internet, junto a una breve reseña de La efeba salvaje, había una fotografía de Velázquez. Usaba una playera negra con la carita feliz de Nirvana estampada en amarillo –el mismo modelo de playera que he reciclado tantas y tantas veces– y también traía unos lentes semejantes a los que usaba Kurt Cobain.
No le presté demasiada atención a la nota: más bien, me quedé pensando en qué clase de libro sería ese que tenía un título anacrónico y que había escrito un autor que usaba gafas Christian Roth y una playera de Nirvana. (Quien me conoce o quien ha leído este blog o quien ha visto alguno de mis videos en You Tube –en los que toco canciones de Nirvana–, sabe lo importante que es esta banda para mí).
Muchos meses después, en una edición de la Feria Internacional del Libro, en el stand de Sexto Piso, me encontré un libro que tenía en la portada una fotografía de Buzz Osborne.
El libro se llamaba Despachador de pollo frito –¿podría tratarse de una novela sobre un asesino serial que escuchaba a Los Melvins y que trabajaba en un Kentucky Fried Chicken, porque todo mundo escribe sobre asesinos seriales en estos días?– y lo había escrito Carlos Velázquez. Me puse a leer la sinopsis, me gustó lo que leí y terminé comprándomelo.
Despachador de pollo frito contiene cinco relatos que están narrados con un lenguaje totalmente distinto al que había asociado con Velázquez. Los protagonistas de cada uno de los cinco relatos son extravagantes –¿outsiders de la frontera norte del país?– y lidian con los problemas que caracterizan a nuestra sociedad de comida chatarra, de mentirosos influencers que pregonan estilos de vida saludables, de héroes idiotas de redes sociales y de estrellas de guacárock de las letras.
Los personajes incluyen a un ex-agente de la Interpol que persigue a Paul McCartney por Sudamérica y por México, a una vaquerobvia que termina en el hospital en condiciones críticas, a un fulano que nunca ha estado más de tres años con ninguna mujer porque considera que a partir de ese periodo todas las relaciones comienzan a destruirse, a un director de orquesta exhibicionista... En el relato principal, hay un otaku diabético, que escucha a Marilyn Manson, que tiene una piraña y que es adicto al pollo frito.
Después de todo este recorrido, quiero leer La efeba salvaje.
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