Al escribir estas líneas, escucho Alebrije y me resulta casi imposible no enfocarme en los arreglos de las guitarras de Marcovich. También me resulta casi imposible no pensar en cuántas veces he leído o visto entrevistas en las que él habla de su interés por crear “un sonido de guitarra latinoamericana, en el que estén presentes las raíces musicales prehispánicas” (no recuerdo cuáles son los términos precisos que él emplea).
En estos días acabé de leer su libro, y es difícil no estar influenciado por sus palabras –es probable que existan varios músicos underground que jamás escucharé por falta de tiempo y que quizá también tienen ideas e intereses similares a los de Marcovich y que tal vez han hecho experimentos igual de atrevidos que los suyos, pero que han permanecido bajo la sombra de la música comercial–; sin embargo, las canciones de Alebrije –incluso aquellas que no suenan a “rock” y que no comulgan con mis gustos musicales– no sólo suenan a Marcovich, sino al folclore mexicano, con algunos resabios del folclore argentino.
(Éste no es un gran descubrimiento, pues todo mundo sabe que Marcovich nació en Argentina, que vive en México desde hace varias décadas y que incluso tiene la nacionalidad mexicana. Lo que sí es un descubrimiento para mí, es que él haya continuado en la búsqueda de ese sonido –cuyos primeros indicios, según mi inexperta opinión, los revelaron algunos fragmentos de canciones como “Mariquita” y “Afuera”–, después de haber sido exiliado de Caifanes, a la mala.)
Mientras escribo estas líneas también recuerdo aquella tarde de agosto de 1995 en la que una prima y yo veíamos televisión, matando las horas de nuestra adolescencia, cuando una periodista anunciaba la separación de Caifanes –mi prima, dos o tres años mayor que yo y con mucho mayor conocimiento de la banda que yo, no lo podía creer, no daba crédito, lo veía como el fin del mundo y se puso a llorar– y no puedo dejar de preguntarme –como estoy seguro que han hecho millones de admiradores de la banda, durante casi treinta años– cuántos álbumes más, igual de geniales que El nervio del volcán –o probablemente superiores a él–, habrían grabado, si Marcovich y Hernández hubieran trabajado algunos años más en conjunto.
Desde la ruptura entre los dos, ninguna de las bandas de Saúl Hernández ha tenido el éxito de Caifanes. (Ni siquiera la más reciente canción en la que colaboraron Diego Herrera y Sabo Romo, y que fue publicada en el sitio oficial de Caifanes hace algunos meses). Ninguna persona cabal –hay algunos admiradores locos que despotrican contra uno u otro en redes sociales y que parece que se creen críticos de rock porque han leído La Mosca– puede negar que la guitarra de Alejandro Marcovich le dio identidad a las canciones de Caifanes, ni que a las extrañas letras de Saúl les falta la guitarra de Alejandro.
En las más de 300 páginas de Vida y música de Alejandro Marcovich, el autor nos cuenta algunos de los eventos cruciales de su infancia que lo llevaron a interesarse en la música, a adquirir una guitarra y a formar parte de algunas bandas en las que tocaba diversos instrumentos; a mudarse a Puebla con su familia, durante la dictadura militar en Argentina; a viajar, en su adolescencia, desde México a Estados Unidos en autobús para adquirir su primera guitarra Gibson dreadnought; a instalarse en la Ciudad de México, para estudiar en la UAM-Iztapalapa, y luego en la UNAM, mientras su hermano cineasta lo conminaba a formar “una banda de ocasión” que se convertiría años después en Caifanes...
La narrativa es amena y fluida. Contiene información detallada sobre la formación musical de Alejandro Marcovich y también contiene información que no encontrarás en ninguna otra parte sobre la relación entre los integrantes de la banda más influyente en la escena del rock mexicano a finales de los ochenta y a principios de los noventa.
Después de haber concluido esta lectura, entiendo por qué Alejandro les dice constantemente a sus admiradores en redes sociales: “lee el libro”.
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