En la penumbra, mientras el personaje interpretado por Kiefer Sutherland se transformaba y lideraba a su pandilla, logré distinguir un póster que colgaba de una de las paredes de la cueva. Posabas con el torso desnudo y con los brazos estirados; tu larga cabellera rizada caía por tu frente, cubriéndote las orejas, y casi te llegaba a los hombros; tus ojos marrones miraban fijamente a la cámara y te hacían ver como un paria que desafiaba al mundo entero a través de la lente que capturaría esa imagen para la posteridad. Tuve la sensación de que una corriente eléctrica se precipitaba desde el fondo de mis órganos vitales, hasta recorrer mi columna vertebral y mi cuero cabelludo, y no pude evitar asociar la fotografía con un Jesucristo moderno en la cruz, dispuesto a morir para salvar a los pecadores del mundo terrenal.
La escena apenas duró unos cuantos segundos, pero bastó para impresionarme significativamente, para que colapsaras mi pequeño mundo de juguetes y de caricaturas y de libros para niños, y para que el enigma de tu existencia comenzara a perseguirme.
Al final de la película, durante los créditos, mientras mi mente infantil digería la trama, seducida ante la posibilidad de la juventud eterna, una canción completó la impresión que había provocado la escena del póster. La música y las letras de la canción se combinaban de un modo que resultaba bello y macabro a la vez, como el mensaje de la película. Había una voz varonil y grave que decía con una entonación melancólica que la gente es extraña y que los rostros salen de la lluvia y que son feos cuando uno está solo.
Mi papá me dijo que te llamabas Jim Morrison y que habías sido el cantante de The Doors.
Hoy se cumplen cincuenta años de tu muerte.
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