Apenas sales del último sueño y abres los párpados y sientes cómo el frío se pega a tu piel como una estampa glutinosa, cuando ves las colas erguidas de los gatos paseándose alrededor de la cama. El mayor de los tres ya no soporta el ayuno y maúlla de un modo que te hace suponer que está sufriendo un dolor indescriptible, así que decides levantarte de la cama y acabar con su sufrimiento y bajar con ellos tres a la cocina y abrirles una lata de Friskies y servirles una porción a cada uno, en cada uno de sus platos.
Los observas precipitarse sobre sus platos individuales y saciar su apetito con la comida blanda de un modo sui generis, y verificas que, como todas las mañanas, el agua del plato en el que beben los tres está sucia, y la cambias; luego te sirves agua en un vaso y estás a punto de beberla, cuando tu cerebro –específicamente, el tálamo, el hipotálamo y la corteza cerebral– se comunica con tus riñones y se encarga de poner en alerta a tus sistemas sensoriales especializados en darte la señal de que ya no puedes aplazar un segundo más la satisfacción de tus necesidades corporales.
Después de orinar y de tener la sensación de que han transcurrido horas invaluables, te lavas las manos y la cara, y luego te metes en la recámara en la que trabajas cuando estás en la casa, y te sientas frente al escritorio y enciendes la computadora, dispuesto a escribir sobre esa idea que ha estado dando vueltas en tu cabeza desde que abriste los párpados. Bostezas y te estiras en la silla de oficina que compraste hace apenas dos años y no tardas en darte cuenta que el cojín del asiento se ha gastado en exceso, como consecuencia de los estragos de las largas jornadas de trabajo durante la pandemia.
Mientras continúas esperando a que todos los programas esenciales del sistema operativo de la computadora carguen apropiadamente, pones a prueba la capacidad de acomodación de tus cristalinos y enfocas y desenfocas objetos al azar en la recámara y terminas repasando mentalmente las figuras y los acordes de la canción que has estado practicando en la Jazzmaster durante la semana. Así como cuando permanecías de pie junto a la taza del baño, tienes la impresión de que han transcurrido horas invaluables.
Unos instantes previos a ese momento en el que te visualizas abriendo el archivo de Word en el que has estado escribiendo en tus ratos libres desde el primer día del 2021, cuando crees que tu paciencia ya está a punto de extinguirse, un millón de notificaciones comienzan a inundar la pantalla de la computadora: un correo electrónico que te invita a consultar el tweet “imparcial” de un líder de opinión, en el que hace un concienzudo análisis –¡en menos de 140 caracteres!–, sobre el desabasto de medicamentos para enfermos terminales, omitiendo citar de cuál partido político es militante y cuál es su conflicto de interés en la situación; un correo electrónico advirtiéndote que la oferta de la suscripción anual al Washington Post está a punto de expirar, e insinuándote que si no la haces válida, te perderás las encomiables críticas de Loret de Mola al “zar de la pandemia” y al “remedo de presidente populista que está llevando a México a su peor crisis económica y política”; un correo electrónico de Frantastique, recordándote que puedes obtener un gran descuento en la suscripción anual, si convences a cierto número de usuarios de que es la mejor plataforma para aprender francés de un modo divertido y fácil; tres correos electrónicos de las súper ventas de verano de tres distintas tiendas en línea que no te puedes perder, excepto si eres un idiota; un correo electrónico para invitarte a la presentación del libro de un escritor joven, en el Facebook Live de Librerías Gandhi, a las 19: 00 horas, para que escuches a los amigos del autor adular al autor y para que ellos te digan, inconscientemente –pero en un tono ameno e informal–, cómo su pequeño círculo social les ha permitido convencerse de que las trivialidades de sus vidas son dignas de ser publicadas y de ser consideradas obras representativas de la literatura hispanoamericana; un correo electrónico con consejos para tener éxito como freelance en distintos medios digitales, a cambio de una pequeña inversión que recuperarás en unas cuantas semanas; un correo electrónico sobre las recomendaciones del mes de Penguin Random House, en las cuales destacan los libros de dos o tres autores que tienen un sospechoso vínculo con los Krauze y con Aguilar Camín, que, al final, probablemente, serán adquiridas, sin ningún cuestionamiento, por unos cuantos ávidos lectores que quizá se tienen en un concepto de personas cultas que no corresponde mucho con la realidad; un par de correos electrónicos de Research Gate que te informan sobre la cantidad de académicos de Estados Unidos, de Europa y de Sudamérica que han consultado alguno de tus artículos de investigación original, o que incluso los han citado en sus propios artículos, en las últimas 24 horas; un correo electrónico de Linkedin, con un reporte que contiene información de los usuarios anónimos que han visitado tu perfil y una promoción temporal para usar el nivel Premium y descubrir que ¡en tan sólo un par de semanas! puedes encontrar una oferta que reúna los requisitos del trabajo de tus sueños...
Apenas sorteas todos estos distractores y finalmente te dispones a abrir el archivo de Word, cuando reparas en que la batería de la computadora se está agotando y entonces tienes que levantarte de tu asiento y buscar el cargador entre los diversos artículos dispersos en la recámara; cuando lo encuentras y lo conectas a la computadora y a la corriente eléctrica y, por fin, estás a punto de abrir Word, decides aprovechar la interrupción para buscar tu teléfono celular y su cargador. Después de encontrar ambos objetos en la sala, los conectas a la corriente eléctrica. Conforme verificas que el teléfono está cargándose apropiadamente –en ocasiones lo has dejado varias horas conectado a la corriente eléctrica y el porcentaje de la batería no ha llegado a cargarse ni al 25%–, tratas de imaginar cómo habrá sido la rutina de los ciudadanos de otros siglos, cuando ni siquiera había electricidad. ¿Habrán sido más productivos que nosotros?, ¿habrán sido más respetuosos, o más ingenuos, que nosotros?, ¿le habrán sacado mayor provecho a la luz del sol?, ¿habrán tenido menos problemas de insomnio?, ¿habrán sido más felices...?
Te encuentras en estos pensamientos, cuando el sonido de la campana de mensajes de Whatsapp inunda la estancia. Tienes que revisar quiénes se han estado intentando comunicar contigo, pues algunos de tus contactos son de suma importancia y deberías contestarles a la brevedad. El principal remitente es el dentista al que has contactado últimamente para que trate tu enfermedad periodontal; ha tardado varios días en responder a tus preguntas, dirigiéndose a ti como si fueras su súbdito, pero ahora tiene varios presupuestos para ti y ha inundado tu teléfono con docenas de mensajes que no paran. Por si fuera poco, más o menos insinúa que espera tu respuesta lo más pronto posible. No puedes dejar de reparar en el dolor en tus encías y que has tratado de ignorar desde que despertaste. Tampoco puedes evitar que tus prejuicios sobre el personal de salud que te ha atendido a lo largo de tu vida influyan en tu estado de ánimo.
Otros mensajes provienen del chat de los vecinos del fraccionamiento. Ellos también ya comenzaron a hacer las preguntas que hacen todos los días: si el camión de la basura pasa hoy, si los jardineros podarán el talud hoy, si alguien tiene el número telefónico de algún plomero, si alguien tiene problemas con su proveedor de Internet...
Apenas te desentiendes de todos los mensajes y crees que finalmente podrás escribir, cuando la computadora te exige actualizar algunos programas que rara vez utilizas. Al cabo de las actualizaciones, tus tripas gruñen y las náuseas del ayuno capturan toda tu atención.
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