Es el tercer día de esta semana que salgo a correr. Es tan temprano que todavía no sale el sol. A diferencia de las mañanas anteriores, no me acompaña mi esposa, así que decido cambiar un poco la rutina. En lugar de correr alrededor de la cancha de basquetbol junto a la escuela, decido hacer un recorrido diferente y más largo, y comienzo a trotar alrededor de uno de los jardines del fraccionamiento. Apenas llevo unos cuantos metros recorridos, cuando veo a un pastor alemán. El perro es majestuoso: grande, fuerte y de color pardo. Muerde con entusiasmo una pelota roja y la aprisiona con sus patas delanteras. No necesito hacer un profundo análisis de la situación para darme cuenta de que el perro fácilmente podría acabar conmigo, si decidiera atacarme. No trae cadena y afortunadamente está tan entretenido con la pelota que no se ha percatado de mi presencia.
Bajo el ritmo de mis pasos y echo un vistazo alrededor en busca de su dueña o dueño. A unos metros de mí, hay un tipo como de mi edad paseando a un San Bernardo con cadena. El San Bernardo me remonta automáticamente a Cujo –el protagonista de la novela de Stephen King– y trae a mi memoria algunas escenas de la película que vi cuando tenía seis o siete años. Fue una experiencia rara. Mi hermano empezó a tener síntomas de asma por aquellos días y hasta la fecha me resulta imposible no sentir algo desagradable, cuando recuerdo la escena en la que el niño asmático está encerrado en el auto de su mamá, quedándose sin aire –no tiene su inhalador a la mano y ha pasado mucho tiempo encerrado–, mientras el San Bernardo ladra y se lanza contra las ventanas.
El San Bernardo que veo en el jardín, también me hace recordar aquella ocasión en la que escribí un texto basado en mis impresiones infantiles de la adaptación al cine de “Los niños del maíz” –también vi la película cuando era un niño y, sobre todo, me impresionó la escena de la cafetería en la que los niños satánicos le trituran una mano a un adulto en una licuadora–. Envié ese texto a un concurso literario –los premios eran una colección de novelas de Stephen King y un librero– y, obviamente, no gané. Lo peor es que ni siquiera estoy seguro de que alguien haya leído mi texto. Tengo la impresión de que es una pérdida de tiempo concursar por esta clase de premios. Supongo que necesitas tener contactos o estudiar una licenciatura en una universidad privada, o formar parte de algún círculo literario, o conocer a alguien del jurado que dará los premios, o tener una madrina o un padrino que avale lo que escribes, para que alguien lea tus textos. Esta idea me hace recordar que concursé dos veces en dos ediciones de un premio de novela, con la misma novela. La primera vez que concursé, mi novela no era tan atractiva. Creo que el lenguaje no era tan bueno y que la trama no estaba bien estructurada. (Tenía algunas salidas fáciles y, definitivamente, carecía de un estilo propio.) La segunda vez que concursé, envié esa misma novela corregida y aumentada. La re-escribí durante una larga huelga en la universidad. Además de que me obsesioné con la narrativa y de que estuve revisándola y re-escribiéndola compulsivamente, todo esto ocurrió más o menos en un punto en el tuve que pedir dinero prestado para sobrevivir y en el que apenas tuve lo suficiente para enviar la novela por mensajería a las oficinas de la editorial. Cuando estalló la huelga, tenía un mes en mi nuevo trabajo y, en la medida de mis posibilidades, continuaba con mis labores en casa, sin percibir ningún ingreso y pagando puntualmente las rentas y los gastos corrientes de dos adultos y de tres gatos. La huelga se prolongó y parecía no tener fin. Aunque la trama de la novela no tiene nada que ver con un profesor que se muda a una nueva ciudad y que atraviesa una huelga en la universidad en la que recién lo han contratado, la desesperación, la angustia, la desesperanza y la frustración provocadas por la incertidumbre de la huelga, quedaron reflejadas en la novela. De todas formas, aunque puse mi corazón en esa novela –no encuentro palabras más precisas para describirlo– y sé que no soy el mejor escritor –no puedo escribir las 24 horas del día, los 365 días del año–, estoy seguro de que ningún integrante del jurado, la leyó. La primera vez que concursé, dos sujetos ganaron el premio. Era algo inaudito porque siempre había habido un solo ganador por edición, pero lo más inaudito, sin embargo, fue que uno de los ganadores escribió su novela con una beca del FONCA (el premio estaba dirigido a escritores jóvenes y supuse, erróneamente, que no tenían cabida aquellas personas que ya habían escrito un proyecto literario para que el FONCA lo financiara), y, por si fuera poco, en la ceremonia de premiación, este ganador fue felicitado por un miembro del jurado que lo conocía a nivel tan personal que incluso sabía el nombre de su esposa y el nombre y la edad de su hijo pequeño. La segunda vez que concursé por este premio, ganó una escritora con una novela tan corta que ni siquiera cumplía con el requisito mínimo de páginas estipulado en la convocatoria del concurso. Ella había tenido una incursión en medios de comunicación. Tras haber sido declarada ganadora del premio, en una entrevista dijo haber sido “amadrinada” por una escritora de reconocido prestigio con quien había cursado un taller de creación literaria en Estados Unidos. En esa entrevista también dijo que su madrina le había recomendado participar en el concurso.
Después de hacer este recorrido mental a través de los oscuros túneles de mis frustraciones, vuelvo a fijarme en el pastor alemán. El perro continúa entretenido con su pelota entre las patas delanteras, y me cuesta trabajo creer que, en unos cuantos segundos, podría aburrirse de la pelota, notar mi presencia y atacarme. Tengo la impresión de que mi ritmo cardiaco se ha acelerado. He recordado algunas partes de la novela de Cujo; particularmente, las páginas en las que el protagonista ataca a su primera víctima. Respiro profundamente y trato de desviar mis pensamientos. Intento pensar en aquel momento en el que leía esta novela hace más de ocho años. Estaba tumbado en la playa, escuchando a través de los audífonos a Chelsea Light Moving y bebiendo una cerveza junto al Mar Caribe. No puedo creer que haya pasado tanto tiempo desde la última vez que fui a la playa.
Más allá, del otro lado del jardín, cerca de los juegos infantiles, trotan un par de mujeres. Platican entre sí, pero detectan al perro y reducen la velocidad de sus pasos. Luego me miran de un mal modo, como si creyeran que yo soy el irresponsable dueño del pastor alemán, así que estoy casi seguro de que ninguna de las tres personas que acabo de ver está a cargo del perro. Han pasado menos de treinta segundos. Me sorprende todo lo que he pensado en este tiempo. Estoy a unos diez metros del perro y estoy a punto de dar un giro de 180 grados, cuando otro perro cruza mi mente.
Unos vecinos de mis papás tenían un perro de pelaje café-dorado claro. Tenía ciertos rasgos de golden retriever, pero, principalmente, era una mezcla de varias razas de perros y parecía un perro callejero. Era agresivo y generalmente estaba echado afuera de la casa de sus dueños, que quedaba a tres casas de la casa de mis papás; cuando alguien pasaba cerca de él, le ladraba, lo perseguía e intentaba lanzársele encima. A este perro le decían “el cojo” porque le faltaba una de las patas delanteras. Según algunos rumores de los vecinos de la colonia, había perdido la pata al lanzársele encima a un automóvil en movimiento. Otros vecinos decían que la había perdido porque lo había atropellado un camión de pasajeros, mientras cruzaba una avenida transitada. Independientemente de cuál fuera la verdad, el hecho es que el perro estaba cojo y que, a juzgar por su ímpetu, estaba así porque atacaba sin discriminar entre personas y vehículos.
Cuando lo veía tumbado en la puerta de la casa de sus dueños, prefería evitarlo y le daba toda la vuelta a la cuadra. Ya había visto que bastaba que alguien se acercara a unos diez metros de su territorio para que le ladrara ferozmente. A pesar de lo anterior, una vez cometí el error de confiarme. Mis papás me habían mandado a comprar algo a la tienda. Volvía a la casa, a pie, con las dos manos ocupadas con las bolsas de las compras. Estaba cansado y no quería dar toda la vuelta a la cuadra. Pasé sigilosamente a unos seis o siete metros del cojo –por la banqueta del lado opuesto a la casa de sus dueños– y, como era de esperarse, el perro me ladró. En unos cuantos segundos, me persiguió y se me lanzó encima. Aprisionó una de mis piernas con su mandíbula, sentí sus colmillos de lobo adentrarse en la mezclilla de mis pantalones y el peso de su cuerpo convertirse en una extensión de mi pierna. Cuando intentó morderme la pierna con más fuerza, tuve quitármelo de encima. No sé qué hice exactamente, pero creo que sacudí mi pierna y que él retrocedió y que paulatinamente dejó de aprisionar mi pierna con su mandíbula. Después no recuerdo bien qué pasó –probablemente tanto él como yo quedamos sorprendidos–, pero logré llegar sano y salvo a la casa de mis papás. Aunque la experiencia no me llevó al antirrábico ni tuvo un desenlace fatal, actualmente, cada vez que paso cerca de un perro sin cadena, la imagen del cojo atacándome llega a mi cabeza, y es por eso que no me confío de ningún perro. Les tengo respeto y temor al mismo tiempo.
El pastor alemán que juega con la pelota en el jardín, también me remonta a una nota que leí hace unos días en Internet. El escritor de la nota había contraído Covid-19 y relataba su dolorosa experiencia con el virus. Leo sus columnas quincenales de vez en cuando –he leído un par de novelas suyas– y estoy al tanto de que ha estado cuidándose y de que nunca había dado positivo al virus. Según su columna, el único hábito que no ha abandonado durante la pandemia es salir a correr con sus cinco perros, y una mañana salió a correr al mismo lugar de siempre, pero un perro suelto apareció de pronto y atacó a uno de sus perros más pequeños. El pequeño perro del escritor sangraba profusamente y otro de sus perros se le lanzó al perro suelto y de esta forma le salvó la vida al perro pequeño. Quién sabe qué pasó con el dueño del perro suelto, pero el hecho es que la sangre que manaba profusamente del cuello del perro impresionó tanto al escritor, que descuidó todos los usos y costumbres que había llevado a cabo durante la pandemia. El escritor llevó al perro herido al veterinario y acabó auxiliando al veterinario en un pequeño recinto de la clínica, durante más de una hora y media. Días después del atentado, el escritor comenzó a tener síntomas de Covid-19. Casi al mismo tiempo en el que le daban los resultados de la prueba contra el virus, el veterinario –sin saber que el escritor había estado teniendo síntomas– se comunicó con él y le recomendó prestar atención a su salud, pues varios empleados de la clínica en la que habían tratado al perro herido –incluyendo al mismo veterinario– habían dado positivo a Covid-19. La gravedad del asunto no para aquí: según relata el escritor, él mismo ya había recibido una vacuna contra el Covid-19.
Mientras, finalmente, me alejo del pastor alemán que continúa entretenido con la pelota entre sus patas, me pongo a pensar en que la trágica experiencia que atravesó el escritor fue detonada por el ataque de un perro suelto sin dueños a la vista, y maldigo a todos los irresponsables dueños de los perros de todo el mundo, y decido regresar a la rutina del lunes y del martes: me dirijo a la cancha de basquetbol junto a la escuela.
No han transcurrido ni cinco minutos desde que empecé a correr. Es sorprendente todo lo que uno puede recordar en tan poco tiempo.
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