Este domingo, el frío me despertó a las cinco de la mañana. Me rescató de un sueño en el que estaba perdido y rodando desde lo alto de una montaña. El paisaje era aterrador y el viento silbaba como un cuchillo que cortaba el aire a toda prisa. Había árboles gigantescos por todas partes y todo estaba cubierto de nieve.
Miré el reloj en la mesita de noche. Estábamos a 3º C.
Ahora son las tres de la tarde y estamos a 9º C, pero la sensación térmica es más baja. Traigo puesta una chamarra abrigadora que pesa varios kilos. Debajo de los pantalones de mezclilla, traigo unos pantalones térmicos. También traigo puestos unos tennis y unas calcetas gruesas. Apenas puedo moverme. Digan lo que digan los amantes del frío, el frío es incompatible con el movimiento. (Incluso puedes sentir cómo tus pensamientos recorren los túneles de tu cerebro con una lentitud enfermiza.)
Desde las once de la mañana he intentado estudiar para mi clase del martes. Les hablaré a los alumnos sobre los sentidos químicos. Cuando imparto este tema, me gusta comenzar hablando del efecto Proust y mencionar algunos ejemplos contradictorios que revelan la influencia del aprendizaje en nuestra preferencia por ciertas bebidas y alimentos que violan la búsqueda innata de compuestos dulces (y la evitación innata de compuestos amargos).
El frío me impide concentrarme y pensar claramente en los ejemplos –me quedo divagando con la leyenda de la madalena que, supuestamente el 1 de enero de 1909, Proust remojó en su té y que lo llevó a escribir una obra autobiográfica de siete tomos y de más de tres mil páginas–, y hace que mis manos parezcan témpanos y que la nariz no deje de moquearme.
La sensación del escurrimiento nasal me recuerda aquella temporada en el infierno del taller de dibujo técnico industrial, cuando estaba en la secundaria y no tenía más de once años y la profesora me dictaba algunas cosas inverosímiles (por ejemplo, cómo ser, basándote casi exclusivamente en tu apariencia, un ciudadano exitoso) y yo sufría mi alergia estacional y tenía que escribir a toda prisa con el estilógrafo Staedtler 0.2 sobre la plantilla Staedtler para el estilógrafo Staedtler 0.2 en el cuaderno con cuadrícula milimétrica (así: sin pausas), sin cometer errores y sin poder sonarme la nariz.
Estos remotos recuerdos me provocan escalofríos y dolor de cabeza. Al cabo de más de veinte años, la alergia estacional persiste, pero he logrado ser exitoso a mi manera: aunque (generalmente) traigo el cabello largo, tengo dos perforaciones en la oreja izquierda, un tatuaje, y, en muy raras ocasiones, me pongo traje y zapatos de vestir, me pagan por hacer lo que me gusta (sería fabuloso que me pagaran por escribir esta clase de entradas que no tienen otro propósito más que satisfacer –temporalmente– mi placer, como ocurre con algunos afortunados que tal vez nunca han dejado Polanco, La Condesa, Reforma y alrededores, y que, sin embargo, escriben sobre “lo duras” que han sido sus vidas, reciben “palmaditas” de sus amigos influyentes –y reciben alabanzas de los lectores a los que todas las novelas les parece que hablan del “corazón humano”–, y cobran un sueldo por ello).
Me asomo por la ventana. El día está soleado; casi parece que la calle está en otra dimensión, en una ciudad donde la primavera es eterna.
Me salgo a estudiar a la terraza. Saco la computadora, una frazada, mi taza de té sin azúcar y un cuaderno y una pluma para tomar notas.
Al cabo de unos segundos, el sol comienza a surtir efecto: siento su calor como una descarga eléctrica de beatitud recorriéndome toda la piel. Me siento como el monstruo de Frankenstein cobrando vida.
Sin embargo, el sol también me pega en la cara y en los ojos y me deslumbra y me impide leer con claridad la pantalla de la computadora. Me pongo unas gafas de sol y puedo lidiar con la situación durante algunos segundos, pero las ráfagas de viento son implacables. (Me recuerdan el paisaje aterrador de mi sueño.) De nada sirve traer puesta una chamarra que pesa varios kilos, unos pantalones térmicos debajo de unos pantalones de mezclilla y unas calcetas gruesas debajo de los tennis.
No sé si es por el frío, pero se me antoja un cigarro. Hace más de cinco años que no fumo. Se escribe así de fácil, en unas cuantas palabras, pero es toda una hazaña. En mis peores momentos llegué a fumarme casi una cajetilla al día; si tomaba alcohol, me fumaba más de una cajetilla en una noche.
Me imagino sentado en las mismas condiciones en las que me encuentro hoy, pero con un cigarrillo en los labios, sintiéndome como una estrella de rock que compone una triste canción de invierno con dos o tres acordes en su guitarra dreadnought, mientras le da sorbos esporádicamente a una bebida caliente y reflexiona sobre su estatus y es consciente de que tiene el mundo a sus pies y de que, haga lo que haga, incluso acabando con su vida en ese instante, siempre lo adorarán un montón de adolescentes.
En qué cosas tan estúpidas me hace pensar el frío.
Los cigarros ni siquiera son una fuente de calor, pero, cuando fumaba, tenía la creencia de que sí lo eran y, en cierta forma, durante el invierno, éste era uno de mis pretextos para fumarme un cigarro tras otro. También, en esa época, durante muy poco tiempo, tomé café. Realmente nunca me gustaron los efectos del café. (De por sí, como hoy, me cuesta trabajo volver a conciliar el sueño cuando despierto en la madrugada. Odio la sensación de tener mucha energía y no poder dormir.)
Vuelvo a la casa y abandono el estudio (más bien, abandono las divagaciones sobre el café y los cigarros). Me pongo a leer a Irvine Welsh, pero, más allá de recordar vagamente la adaptación al cine del relato que estoy leyendo –Boab Doyle se encuentra a Dios en un pub y Dios le dice que no tiene agallas y que lo convertirá en una mosca–, no le presto atención al libro.
Sólo estoy pensando en qué pasa con la gente que ama el frío.
A menos que tengas una chamarra de The North Face de varios miles de pesos –cuestan entre tres mil y diez mil pesos, en promedio–, el frío es incompatible con el movimiento. A menos que hayas vivido en un lugar tropical en el que realmente no hace frío y que hayas confundido una ligera baja en la temperatura, con el frío, no veo ninguna razón para amar el frío. A menos que el frío te recuerde reuniones familiares muy felices, no veo ninguna razón para amar el frío.
Si el frío fuera compatible con nuestro cuerpo, tendríamos pelaje, como los osos. Si el frío fuera compatible con nuestro cuerpo, la gente no se suicidaría en los países donde el sol sale tres horas al día durante el invierno. Si el frío fuera compatible con nuestro cuerpo, no tendrías que encender el calefactor en tu casa. Si el frío no fuera incompatible con nuestra existencia, yo no estaría escribiendo esto.
Tú no sabes nada del frío.
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