El martes renovaron tu distinción de Investigador Nacional Nivel I. Deberías estar feliz. En tu primera solicitud de ingreso al SNI (cuando acababas de terminar el posgrado), te dieron esa distinción y la ejerciste en el posdoc, pero te enfermaste, acabaste en el quirófano y sólo pudiste publicar un artículo como primer autor y no pudiste renovar en la convocatoria que te correspondía (aunque, en ese periodo, tus colegas de antaño ni siquiera te consultaron para colaborar en otras dos publicaciones en las que cuatro de tus publicaciones como primer autor fueron parte sustancial de dos artículos de revisión).
Tienes casi un mes con tos. Un día, saliste a correr y al volver a la casa te enfriaste más de lo necesario platicándole a tu esposa sobre algunas cosas en las que estabas pensando mientras corrías. No has podido descansar lo suficiente. Cada semana has hablado frente a clase entre cinco y siete horas.
En lugar de celebrar tu regreso al SNI, tienes que hacer miles de cosas para actualizar tu e-firma en el SAT. El miércoles, el jueves y el sábado has estado entre seis y siete horas diarias leyendo manuales y siguiendo instrucciones en línea, sin éxito.
Tienes un montón de actividades que hacer precisamente en la semana que comienza: te toca la dosis de refuerzo de la vacuna contra el covid-19, debes entregar el informe anual de actividades del consejo editorial que presides desde hace dos años, debes enviar una copia de un examen de recuperación, debes estudiar dos capítulos de ochenta páginas cada uno para las dos clases de cuatro horas y media que impartes esta semana, debes seguir invirtiendo más y más horas en la actualización de tu e-firma en el SAT...
No has podido dormir bien por estar pensando en todo lo que tienes que hacer, pero finalmente te encuentras en un sueño cálido, que es como imaginas que es un sueño de morfina, y sueñas que ninguna de las cosas que ocurren en la realidad vale la pena y entonces una oleada de entusiasmo recorre tu médula espinal y tienes un fuerte impulso para escribir y presientes que las palabras y que las oraciones y que los diálogos fluirán como en los viejos tiempos en los que podías dedicarte exclusivamente a escribir, pero la vejiga llama desde las profundidades del frío de la mañana del lunes y luego el gatito más grande de toda tu familia de Thundercats maúlla desesperadamente como la sirena de una ambulancia que se dirige a la escena de una tragedia, y la vejiga y el gatito se convierten en las únicas sensaciones que se filtran por el tálamo y ya no puedes más y tienes que levantarte de la cama y luchar contra el frío que penetra tus poros como un cuchillo afilado.
Son las siete de la mañana. Te concentras en la sensación del frío que te roe los huesos y que hiela tu dermis. Extrañamente, no has tosido. Todavía el sábado y el domingo y los días anteriores estuviste teniendo infernales ataques de tos, y también antes y después de tus clases de los martes y de los jueves. Te asomas por la ventana de la recámara. Está amaneciendo. Te gustaría salir a correr, tal y como lo hacías en el otro fraccionamiento.
Comenzaste en julio, después de que unos análisis revelaran que tenías 300 mg/dl de glucosa en sangre en ayuno. Primero, te costó trabajo adaptarte. En diciembre, ya corrías 5 kilómetros en media hora y disfrutabas salir a correr por las mañanas –entre siete y ocho am– y darle varias vueltas al fraccionamiento y a las canchas de basquetball y al jardín, escuchando música a través de tus audífonos, sin ser molestado por malas caras de nadie, excepto uno que otro perro y uno que otro humano que sacaba a pasear a su perro o que también salía a ejercitarse.
En este fraccionamiento al que te mudaste hace poco más de un mes, todo es diferente: es más pequeño que el anterior, no hay más que paredes, casas y automóviles –en el otro fraccionamiento, además de las dos canchas de basquetbol, el jardín y hasta una pequeña pista para correr, había un fabuloso paisaje de las montañas–, y correr es más monótono y aburrido; por si fuera poco, no puedes correr con la misma privacidad que en el otro fraccionamiento.
Te sientes culpable por no correr como antes.
Te levantas a orinar. Estás allí varios minutos, de pie frente a la taza del baño, viendo cómo cae la orina como una cascada cristalina que fluye sin cesar. Sólo estás unos minutos, pero para ti siempre transcurren varias vidas.
Ya acallaste a la vejiga, pero el gatito no ha dejado de maullar. Está hambriento. A todas horas tiene comida estándar disponible, pero cada mañana –y al mediodía, y a las tres de la tarde y a las siete de la noche– lo alimentas con comida blanda. Quisieras recordar todos los momentos felices que has compartido con él: cuando llegó a tu vida hace más de diez años, cuando tu esposa y tú acababan de mudarse a su primer departamento –un departamentito con una recámara, un baño, una pequeña cocina y una sala comedor, en el primer piso de un edificio en Xola, a unos metros de la Calzada de Tlalpan; todo quedaba cerca y había un pequeño parque al que podías salir a correr, pero estabas tan presionado por el ritmo de trabajo del laboratorio en el que cursabas tus estudios de posgrado, que sólo bebías y fumabas como loco cada fin de semana y cuando tenías oportunidad–, y conociste al gatito después de volver de un congreso en Estados Unidos y desde el principio te mostró su corazón y poco a poco se convirtió en un ser al que quieres mucho.
Han compartido fabulosos momentos, pero ahora sólo piensas en su impaciencia.
Sales a encender el bóiler.
En esta nueva casa hay que encenderlo manualmente. En la otra casa, el bóiler se encendía cada vez que usabas el agua caliente y pagaban $500 de gas cada tres meses. En noviembre, la dueña de esta casa le cargó al gas estacionario $1000, pero tu esposa y tú lo usaron dos semanas en diciembre y tuvieron que cargarlo de nuevo.
Alimentas a los Thundercats y los contemplas en su mundo felino, en el que los pequeños detalles los hacen felices. Te preguntas qué ha pasado con la humanidad, por qué hemos llegado a inventar necesidades tontas y costosas y por qué le damos poca importancia a los pequeños detalles y cuánto tiempo falta para que tengamos que pagar por respirar.
Sales a la terraza y haces algunos estiramientos para lidiar con la frustración de no salir a correr a este pequeño fraccionamiento en el que algunos vecinos te miran como un espía cuando pasas corriendo por sus casas con tu equipamiento de jogger.
Entras de nuevo a la casa y subes al estudio a pincharte un dedo para medirte la glucosa, tal y como haces desde hace más de medio año. Tratas de calcular cuántas cajas con 50 tiras reactivas has comprado y cuántas veces te has pinchado y cuántas veces has tenido menos de 100 mg/dl de glucosa en ayuno, pero el resultado que comienzas a adivinar te decepciona, automáticamente piensas en que debes tomarte la metformina –media pastilla cada tres veces al día– y no puedes dejar de imaginarte el daño que eso le provocará a tus riñones y dejas de calcular.
Te sientas frente al escritorio y escribes dos o tres cosas en la libreta en la que registras tu glucosa en ayuno y te levantas del asiento y te metes a bañar y tratas de ignorar el hecho de que, en comparación con lo que pagaban en el otro fraccionamiento, en esta casa han pagado el triple de agua y todos los días te has bañado con apenas un chorro de agua.
El agua está caliente, pero el chorro de agua apenas cae por tu cuerpo y añoras los baños en la casa del otro fraccionamiento: el baño era más pequeño y feo, pero siempre te bañabas con suficiente agua, aunque el agua estuviera muy fría o muy caliente. En todos los baños de todos los lugares en los que han vivido tu esposa y tú, siempre ha habido algún problema.
Mientras el agua cae por tu cabeza, tratas de ignorar los flashazos de todos los cuerpos desnudos que alguna vez has visto y que merodean tu cerebro y que son una excusa para entrar en una zona de confort y que te llevan a procrastinar todo lo que tienes que hacer hoy, así que te enfocas en enjabonar tu cara y en pasar el rastrillo y luego en lavarte el cabello con shampoo y luego con acondicionador y luego en enjabonarte todo el cuerpo.
Al cabo de unos minutos, cierras la llave del agua y atraviesas ese peliagudo umbral entre tu cuerpo caliente y vaporoso y tu cuerpo húmedo y helado en el breve enfriamiento después del baño caliente, y abres rápidamente la puerta del cancel y tomas rápidamente la toalla y te secas rápidamente la cabeza y el cabello y el resto del cuerpo y te mueves incesantemente para que no descienda la temperatura de tu cuerpo, deseando que las cosas cambien totalmente en la primavera.
La primavera te hace pensar en cuánto quisieras tumbarte en una hamaca junto a la playa y tomar el sol y aspirar la brisa del mar y leer por placer y escribir por placer y percibir un sueldo por leer y por escribir y tener una vida decente por eso, y no tener que perseguir la chuleta e invertir entre seis y siete horas diarias para renovar tu e-firma para no perder el estímulo económico del SNI de este mes, pero tu realidad es ésta y a veces quisieras tirar la toalla.
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