Las últimas semanas han sido terriblemente estresantes. No he podido descansar ni disfrutar de este periodo intertrimestral. He estado –como toda la vida– en la cuerda floja: persiguiendo, cada 3 ó 4 años, contratos temporales... revisando cada semana compulsivamente gacetas de distintas universidades, en busca de concursos para gente con mi perfil... Generalmente debo concursar con biólogos, con químicos y con médicos, y, generalmente, los concursos para biólogos, para químicos y para médicos son exclusivamente para biólogos, para químicos y para médicos... Nunca me ha parecido justo, pero es lo que hay.
Pero ahora estoy harto, llegando a mi límite. Siempre he trabajado en las cosas que me gustan y siempre he sacrificado bienes materiales y he estado de acuerdo con que sea así, pero no parece que la situación vaya a cambiar, sino, más bien, que se trata de un ciclo: que encuentro cierta estabilidad temporalmente y que después debo empezar de cero.
Sé que para la mayoría de la gente lo único que importa es tener mucho dinero y estoy totalmente en desacuerdo (esa no debería ser la meta de nadie: todos deberíamos tener la oportunidad de explotar nuestro potencial y de vivir decentemente haciendo lo que nos guste hacer), pero, ocasionalmente, como hoy, simplemente no soporto la presión que ejercen los medios masivos de comunicación (en cualquiera de sus expresiones) para convencernos de que lo único que debe importarnos a todos es tener mucho dinero.
El estrés de estas últimas semanas ha sido tan debilitante que me ha llevado a considerar que, si pierdo este concurso por un contrato temporal de tres meses para dar clases en la universidad, será una señal para abandonar mi carrera académica definitivamente.
¿Qué utilidad tiene lo que hago? ¿A quién le importa el conocimiento, cuando puedes hacer cualquier cosa para generar dinero a corto plazo...? Al mundo no le importa entender cómo funciona el cerebro, sino lucrar con la idea de que puedes aprender cómo funciona el cerebro y dominar tus pasiones y volverte millonario de un día a otro. Al mundo le interesa venderte cursos en Domestika y engañarte y decirte que sólo necesitas prestar atención durante cinco minutos, y que no tienes que esforzarte realmente en aprender nada y que no tienes que invertir varias horas de estudio por tu cuenta. Al mundo no le importa que sepas cuáles son los circuitos cerebrales del apetito o del placer, ni cuál es la naturaleza química de los millones de moléculas que circulan en tu cerebro: le interesa venderte la idea de que, apenas apretando un botón conectado a un dispositivo que llevas en la cabeza, puedes quitarte el hambre o permanecer despierto todo el mes... o sentir placer realizando actividades aburridas... o simplemente oprimir otro botón y “encender” tu creatividad artística o, si así lo deseas, tu creatividad científica. Al mundo le interesa vender cualquier cosa que parezca asombrosa y fácil.
Estoy pensando en todas estas cosas que no me llevan a ningún sitio, mientras espero a que la Comisión Dictaminadora me dé acceso a la sala de Zoom. Apenas el viernes, después de haber cargado durante toda la semana mi solicitud y mis documentos en el sistema de las evaluaciones curriculares de la universidad, los miembros de la Comisión me citaron al mediodía de hoy y me pidieron conectarme a Zoom diez minutos antes del mediodía. El reloj en la computadora dice que ya son las 12: 20.
La espera está volviéndome loco. Ya no estoy seguro de nada. No sé si el estrés me hizo una mala jugada, ya no sé si me equivoqué de fecha. Reviso rápidamente en mi correo-e y confirmo que hoy es mi Día D (como tantos otros Días D que he vivido).
Para lidiar con la espera –el estrés está llegando a un nivel desquiciante–, trato de leer información que pueda ayudarme a tener más dominio del tema del cual le hablaré a la Comisión Dictaminadora, pero nada se me queda en la cabeza. Me dijeron que debo dar una miniclase de diez minutos sobre la neurobiología de las emociones y que debo estar preparado para otros diez minutos de preguntas de los integrantes de la Comisión.
Adquirir más información en este momento es contraproducente. La sensación es familiar. Muchas veces he estado así: cayendo en la cuenta de que, conforme más sé sobre un tema, menos sé sobre ese tema.
Todos los escenarios posibles, relacionados con mi desempeño durante la entrevista, cruzan mi mente, llegan como escopetazos a mi cabeza y me dejan viendo fosfenos.
Al cabo de cinco minutos, la Comisión me da acceso a la sala de Zoom.
Cuarenta minutos más tarde, la entrevista termina. Tengo la impresión de que no dije todo lo que quería decir. Tengo la impresión de que perdí el concurso.
No quiero pensar en el futuro –¿cómo me ganaré la vida en el siguiente mes, para no tener que depender, como otras veces, exclusivamente de mis ahorros...?–, y me meto a revisar twitter en mi teléfono. No sé qué estoy buscando. Sólo quiero distraerme. Apenas entro a la aplicación, veo un tweet que me llama la atención sobre todos los demás: alguien, aparentemente muy cercano a Mark Lanegan, tuitea desde la cuenta de Mark Lanegan, que Mark Lanegan acaba de morir.
La noticia me pone muy mal. Me parece que no está pasando, que se trata de un mal sueño dentro otro mal sueño. No quiero pensar ni siquiera en el presente.
Bastan unos cuantos minutos desde que me entero de esta mala noticia y mi mente ya está divagando en aquellos días de interminables arcadas –provocados por el consumo de tantos antibióticos–, en los que The Winding Sheet me confortó; mi mente ya está divagando en aquellas tardes en las que estaba resignándome a vivir miserablemente porque ningún tratamiento médico había funcionado, cuando las canciones de Mark Lanegan de pronto aparecieron como la luz al final del túnel; mi mente está divagando en aquella noche de septiembre del 2018, cuando estaba a unos metros de Jeff Field, de Shelley Brian y de Mark Lanegan, escuchando “Wild flowers” y sintiéndome feliz y triste simultáneamente, como si toda la felicidad y toda la tristeza que había acumulado durante los dos años y medio previos que duró la enfermedad y la convalecencia de la cirugía hubieran estallado como una granada de gas pimienta/hilarante en El Plaza Condesa.
En unos minutos, todo mundo ya habla en redes sociales sobre Mark Lanegan. La situación me enfurece. Estoy confundido. Estoy triste. Podría llorar o podría gritar o podría destrozar todo lo que tengo a mi alcance. Estoy tan molesto e indignado que se me olvida que acabo de concursar por un contrato de tres meses en la universidad y que concursamos 13 personas y que probablemente algunas de ellas también pertenezcan al SNI y que probablemente algunas de ellas también tengan muchos años de experiencia docente en universidades públicas y privadas y que seguramente también están tan estresadas y tan frustradas como yo.
Durante más de cinco años he estado escribiendo algunas cosas sobre Mark Lanegan en mis blogs, invitando a mis conocidos y a mis familiares a que escuchen su música; diciéndoles que es un gran compositor, que su trayectoria es muy amplia, que es un artista sin el reconocimiento que merece. Ahora, varios de ellos, gracias a que algunos “todólogos” populares de redes sociales de pronto se han convertido en portavoces de la trayectoria artística de Mark Lanegan, comparten (o dicen compartir) mi dolor.
Las personas –quizá esas que juzgan si a alguien le va bien en la vida, en función del número de autos y de hijos y de casas que tenga– siempre le dan más crédito a los desconocidos.
Nadie respeta el luto. El mundo es tan horrible que incluso la muerte es negocio. Siempre es y siempre será así: hasta que la gente talentosa muere, la gente sin criterio “abre los ojos”.
Una vez más, uno de los sujetos que me transmiten algo emocionalmente, se ha ido. Tal parece que estoy condenado a escuchar a artistas que mueren cuando se convierten en una parte esencial de mi vida.
El futuro cercano es mucho más oscuro y mucho más terrible de lo que había imaginado: ya no está Mark Lanegan. Siento como si él hubiera decidido abandonarme precisamente en este momento, para abrirme los ojos. Si pierdo este concurso, tocaré fondo. Lo sé.
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