Decenas de personas entran y salen. Otras permanecen toda una vida adentro. Charolas repletas de panes de distintos tamaños, formas y sabores circulan por la panadería. Anaqueles con pasteles de vainilla con zarzamora, de trufa con chabacano, de chocolate con coco...
Los aromas se mezclan y fabrican un solo aroma que hace explotar tu memoria. Filas y filas de gente formada esperando al menos media hora su turno para pasar a recoger una caja con galletas. Es una locura. No hay paciencia de tal magnitud en ningún otro lugar. A pesar de la espera, nadie está enojado. La panadería es un territorio en paz y armonía.
Ves pasar cajas con galletas por aquí. Ves pasar cajas con pasteles por acá. La vida pasa así: entre aromas de pan y cajas con pan, y entre gente haciendo videollamadas, mostrándoles a sus interlocutores los anaqueles con los pasteles y preguntándoles cuál pastel quieren que les lleven a casa.
Yo no entiendo nada, pero si viajara al pasado –más concretamente a principios del siglo XX–, invertiría en la industria del pan.
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No tienes que inventar mundos que no existen, ni nadar en la oscuridad de mundos que no conoces; tampoco necesitas inventar personajes “complicados” con todas las patologías y vicios del mundo para atrapar la atención del lector, ni viajar a lugares exóticos para “inspirarte” a escribir novelas sobre esos lugares exóticos: hay literatura en todas partes.
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