Apenas siento una ligera punzada en el dedo, sé que me he cortado. La sangre cae a borbotones en el fregadero y todo se tiñe de un rojo diluido con agua y con cloro y con jabón para lavar trastes. El dolor es tan intenso que imagino una cortada profunda, del tamaño de un cráter.
Me siento tan estúpido. Sabía que esto podía pasar. Mientras lavaba las treinta cucharas, los veinte tenedores y los diez cuchillos, los cuatro toppers, los dos vasos, las dos tazas, los dos platos largos y los dos platos cortos que nada más usamos Katz y yo en la comida y en la cena –y no podía creer que hubiéramos usado tantos trastes sólo dos personas, en dos comidas– y me preparaba (mentalmente) para lavar, con otra esponja, las latas de comida blanda de los gatos –separamos la basura y no nos gusta dejar residuos de comida en las latas–, me decía a mí mismo que debía ser muy cuidadoso para evitar cortarme con alguna rebaba de las latas de Royal Canin.
Quería terminar de lavar los trastes cuanto antes –mentiría si dijera que lavar los trastes se encuentra en el top 5 de las cosas que más me gusta hacer– y continuar ensayando esa canción de Stone Temple Pilots que empecé a tocar hace dos días en la guitarra eléctrica, y tan sólo me descuidé un par de segundos, y aquí estoy, con una cortada en el índice izquierdo que parece tan profunda como un cráter, sintiéndome estúpido, y sintiendo un dolor muy intenso y terminando de lavar la lata y mi dedo al mismo tiempo, luchando por detener la copiosa cantidad de sangre que no deja de teñir de rojo el fregadero y el resto de los trastes.
Más o menos consigo que el dedo deje de sangrar y ahora no puedo evitar enfocarme en el dolor. Es como si, al detener la pequeña hemorragia, me hubiera quitado de encima una venda de los ojos y entonces le hubiera facilitado al dolor su llegada hasta mi conciencia.
La herida me escuece y me arde como si me hubiera mordido un feroz animal con colmillos punzocortantes –como la mordida de aquella Wistar que un descuidado compañero de laboratorio, hace muchos años, me pidió que alimentara mientras él estaba en un congreso en el extranjero, sin decirme que la rata tenía varios días sin comer–, y la sensación me hace pensar en algunas cosas que están ocurriendo para que yo tenga esta conciencia del dolor: pienso en mis receptores sensoriales de la piel y pienso en los axones que llevan la información desde los receptores hasta la médula espinal, y pienso en los axones que llevan la información desde la médula espinal hasta la corteza somatosensorial.
Simultáneamente, veo por primera vez las dimensiones de la herida: es una línea de apenas medio centímetro que corre perpendicularmente a la unión entre la falange distal y la falange media del índice izquierdo. Ahora, más que en el dolor, me enfoco en un pensamiento catastrófico: quizá la herida me impedirá tocar la guitarra por algún tiempo. Mentalmente, repaso, de la misma forma en que hacía cuando estaba en el doctorado y ensayaba cómo tomar las pinzas Kelly con la navaja y con el hilo para suturar a las ratas después de una cirugía estereotáxica –me tomó varias semanas aprender a hacerlo, porque todas las personas que me enseñaban a hacerlo eran diestras–, cómo uso mi mano izquierda, y cómo uso cada uno de los dedos de mi mano izquierda, para tocar la guitarra eléctrica.
Me bastan unos segundos para darme cuenta de que he exagerado: como soy zurdo, sólo debo tomar la púa con el pulgar y con el índice izquierdos –nunca he aprendido a tocar arpegios– y quizá eso me provoque cierta incomodidad, pero nada que no pueda solucionarse con una bandita que cubra la herida; si fuera diestro, la situación sería totalmente distinta. Por fin: una ventaja de ser zurdo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario