Llega esta hora en la que quiero escribir, en la que estoy convencido de que voy a escribir, esta hora que he esperado toda la semana, esta hora para la que me he preparado mentalmente toda la semana, esta hora que me ha permitido soportar las cosas horribles de toda la semana.
Apagué el teléfono y me encerré en el estudio. Abrí una botella de vino y puse música para entrar en la zona. Encendí la computadora. Abrí el archivo Word. Sin embargo, mientras le doy el primer trago a la botella, se me ocurre leer a Philip K. Dick –apenas unas cuantas páginas, de un libro que voy leyendo en mis ratos libres, antes de dormir, después de correr, un libro sobre la distopía, un libro en el que los nazis ganaron la Segunda Guerra Mundial–, y todo vale madre.
Nunca he compaginado con él. No sé por qué. Todas las veces que he leído alguna de sus obras, me cuesta mucho trabajo seguirlas. Es como si leyera, sin leer. Es como si corriera sin rumbo fijo. Me gusta su narrativa, me gustan sus ideas futuristas, me gustan sus escenarios... pero todas las veces que lo he leído me ha costado mucho trabajo escribir.
Y así estoy hoy. Con metas, con planes, con expectativas... pero no puedo pasar de un párrafo. Y estoy pensando en tonterías. ¿Por qué comento en las redes sociales de amigos que nunca contestan? No necesito comentarles nada. No me importa lo que piensen. ¿Por qué comento algo, si no me importa? ¿Evado mis propias angustias en las redes sociales? ¿Por qué pienso en estas personas que se solidarizan con la medianía? ¿Por qué?
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