miércoles, febrero 14, 2018
Fuego amigo
Entré a un laboratorio de investigación, un año antes de ingresar al doctorado.
Estaba tan entusiasmado con la posibilidad de aprender sobre el funcionamiento del cerebro y en convertirme en investigador que incluso corrí experimentos a la una de la mañana y estuve yendo regularmente al laboratorio durante las vacaciones de verano.
Tenía medio año contratado como profesor de asignatura en la Facultad de Psicología, y no tenía ningún problema por realizar el trabajo en el laboratorio.
Mi futuro tutor me dio una beca de estudiante de licenciatura alrededor de seis meses.
Eran como $2,000 al mes.
A los dos años y medio de haber ingresado al doctorado, ya tenía un par de publicaciones: una como colaborador y otra como primer autor.
Cuando aprobé mi examen de candidatura, mi entusiasmo comenzó a decaer.
A la mayoría de los estudiantes que estaban en el laboratorio en ese momento, les faltaba compromiso.
No asistían regularmente o llegaban tarde o rara vez tenían datos que mostrar en los seminarios de avances.
Yo tenía mis propios asuntos.
No me correspondía insistirles en que mostraran compromiso.
En una ocasión mi esposa enfermó y avisé a mi tutor que no iría al laboratorio.
Justamente ese día nos llegó la respuesta de una revista a la que había enviado mi segundo artículo como primer autor.
El artículo requería menores modificaciones para ser publicado.
Mi tutor me pidió que fuera inmediatamente al laboratorio a trabajar en las respuestas a los comentarios de los revisores, para contestarles ese mismo día.
Eso hice.
Cuando llegué al laboratorio, pasé a su oficina.
Mi tutor estaba feliz, porque el artículo estaba prácticamente aceptado.
Sonreía ampliamente, exhibiendo su dentadura.
Él estaba convencido de que la sonrisa había sido un mecanismo de agresión disfrazada, empleado por nuestros ancestros.
Lo decía frecuentemente en los seminarios estilo Journal Club que teníamos los lunes por la mañana.
En ese momento, no pude dejar de pensar en ello.
Había algo frívolo y maquiavélico en su actitud.
De repente, cambió su semblante.
Cruzó las manos a la altura del pecho y me dijo que era normal que mi esposa enfermara, sobre todo porque ella tenía sobrepeso.
Tratando de ser amistoso, me sugirió que no me preocupara tanto por su salud.
Tuve que apretar la mandíbula.
¿Realmente había dicho eso?
Ya sabía que mi vida le importaba un carajo, pero en ese momento lo confirmé.
Al siguiente día, me ausenté del laboratorio.
Estaba enojado. Amanecí con fiebre, náuseas, congestión nasal y dolor de estómago.
Obviamente, también le avisé.
Siempre nos decía que tuviéramos la cortesía de avisarle cualquier cosa que nos impidiera asistir al laboratorio.
Seguía dando clases en la Facultad de Psicología y en el posgrado tomaba una clase de Biología Molecular (¡me estaba costando mucho trabajo!), pero había hecho todo lo posible para no ausentarme del laboratorio ¡más de seis horas a la semana!
El doctorado es un trabajo que exige dedicación de tiempo completo -sin vacaciones, sin aguinaldo y sin prestaciones-, pero está permitido trabajar un máximo de ocho horas a la semana, en actividades ajenas al posgrado.
Casi todos los días que fui estudiante de posgrado, llegaba al laboratorio a las ocho de la mañana y salía alrededor de las ocho de la noche.
En el último año y medio, lo normal era que hasta las diez de la mañana sólo estuviéramos mi tutor, su investigadora asociada, una joven técnica que acababa de llegar al laboratorio y yo.
Ese día que me ausenté, no apareció ningún estudiante en el laboratorio.
Mi tutor enfureció y nos envió un correo electrónico a todos los estudiantes.
Aunque yo tenía prácticamente tres publicaciones -¡me faltaba la mitad del doctorado!-, él tuvo que anunciar públicamente en ese correo que yo no tenía ideas y que sólo seguía sus instrucciones.
Me molestó muchísimo.
Quise mandar todo al diablo.
Desde entonces, si lo pienso bien, perdí el entusiasmo.
Tuve que comenzar a beber alcohol cada fin de semana, para lidiar con la frustración.
No podía hacer nada más. Mi vida era el posgrado.
Se terminó mi beca de doctorado -insistí en terminar unos artículos que ya no necesitaba para titularme- y viví seis meses con mis ahorros y otros seis meses con una beca de licenciatura que él me dio.
Tuve que negociar con él.
Todo el tiempo que estuve en ese laboratorio, mi tutor formó parte de una sociedad que organizaba un congreso cada dos años.
Generaba datos tan constantemente que participé en todos esos congresos, con trabajos diferentes.
Al último congreso que asistí, llevé unos datos que tuve que explicarle.
Salió de su oficina y trató de ponerme en evidencia, frente a algunos estudiantes de licenciatura que estaban allí.
Le parecía absolutamente incomprensible la dosis y el vehículo que había empleado, así como la hora de administración de los fármacos.
Ya le había hablado del proyecto, pero no lo recordaba.
Con todo y esos elementos absolutamente incomprensibles para él, esos datos terminaron publicados en un artículo.
Cuando el artículo fue aceptado y los editores de la revista nos enviaron las galeras, él tuvo la osadía de cambiar la sección que especificaba la participación de cada autor.
Obviamente, puso que a él se le habían ocurrido los experimentos.
Tenía que reforzar la idea de que yo sólo seguía sus instrucciones.
En esa ocasión, tampoco dejó escapar la oportunidad de regañarme por correo electrónico.
Ese era mi cuarto artículo como primer autor con su grupo de investigación.
En las tres publicaciones previas, siempre fui yo el responsable de hacer el trabajo del autor corresponsal (subir al portal de cada revista, toda la información que requería cada una de ellas para considerar la publicación de nuestros manuscritos científicos), aunque no me dio el crédito ni para un artículo, y siempre lo puse a él como PhD.
Nunca recibí una queja de su parte, así que supuse que así estaba bien.
Sin embargo, en esa ocasión me insultó por correo electrónico y me preguntó dónde tenía la cabeza y si acaso yo no sabía que él también era MD.
Lo hizo para molestar nada más.
O para mostrarme quién tenía el poder.
Hace poco publicó un artículo con una parte de los datos que obtuve en su laboratorio.
Incluyó unas gráficas con esos datos, distintas a las gráficas que están publicadas en los trabajos originales.
Si me hubiera enterado de esa revisión, yo mismo habría realizado esos cambios.
Después de todo, yo generé esos datos y yo hice las gráficas.
Incluso habría aportado algo más para ese artículo de revisión.
(Ni siquiera me puso en los agradecimientos de ese artículo de revisión.)
Soñé que alguien a quien admiro, me juzgaba sin conocer todos estos detalles.
No he podido dejar de pensar en ese sueño y tuve que escribir todas estas palabras.
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