domingo, agosto 25, 2019
2+2=5
A las seis de la mañana, desperté de un sueño en el que mi único propósito era traducir Street Spirit.
Cuando desperté, tuve la sensación de que se trataba de una canción en la que Thom Yorke alentaba a un hombre a morir "ahogado en el mar", y no quedaba duda de que esa muerte era preferible a tener que soportar "el aire de la humanidad".
Aún adormilado, estaba convencido de que la canción era una metáfora que involucraba a la naturaleza, al mundo material y a la sociedad.
Los gatos detectaron que ya había despertado y comenzaron a caminar y a ronronear alrededor de la cama. (Siempre que pasa y estoy medio adormilado, imagino que la cama es una embarcación a la deriva, que soy un náufrago y que ellos son unos tiburones acechándome.)
Me levanté de la cama a darles de comer.
En esta ocasión, la rutina diaria de servirles una porción de Félix en sus platos –forman parte de la pequeña población de gatos a la que no le gustan los Whiskas–, no pasó desapercibida.
Mientras bajaba las escaleras, me concentré en su comportamiento.
Los vi correr y los escuché maullar hacia la cocina, como lo hacen diariamente.
Hacen estas cosas con tanta efusividad (¿alegría?) que nadie podría dudar que el desayuno es un momento del día, muy importante para ellos.
Mientras tomaba sus platos y me disponía a servirles una porción de filetes de salmón con trocitos de pollo, los observé atentamente. Cada uno tiene su propia manera de esperar el desayuno.
Gatusso –el más grande– emite un maullido apenas perceptible y sus ojos adoptan una mirada de súplica y de agradecimiento que no puedes ignorar.
Yoko –la única hembra felina en la casa– maúlla de un modo muy agudo, como si tuviera un silbato en las entrañas, pero a veces su maullido suena un poco ronco, como si ella estuviera al borde del llanto y quisiera decirte que sufrió mucho y que estuvo esperando el desayuno toda la noche. Cuando maúlla, camina de un lado a otro, persiguiendo a Gatusso.
Jackson es el más paciente de los tres. Sospecho que no le gusta tanto el desayuno.
A veces incluso tengo que cargarlo y llevarlo a la cocina. A veces es obvio que él preferiría continuar durmiendo. Se queda quieto en el rincón donde le pongo su plato y me mira desde su posición y sin hacer ruido. Está totalmente seguro de que en algún momento llegará su turno y de que no tiene por qué preocuparse.
Mientras los gatos comían, reparé en que, algún día (espero que muy lejano), ya no tendré que hacer esto y que sin duda me sentiré triste al recordar.
El sábado (hace una semana), mientras desayunaba, por alguna razón, escuché Street Spirit. Tenía mucho tiempo que no escuchaba esta canción. Tenía tanto tiempo que no recordaba cuánto me gusta la armonía de la guitarra.
Escuché unas cuantas veces la canción, de principio a fin, y después subí a la recámara donde tengo mis guitarras. Tomé la Stratocaster, la afiné y comencé a tocar la canción. Después de sacar la armonía, conecté la guitarra al Analog Delay de Joyo y al amplificador Orange Crush.
Mientras ajustaba el retardo del pedal y la ganancia del amplificador y trataba de encontrar un tono que sonara a la versión de The Bends –todo lo que hice fue tocar la canción de oído–, reparé en las cosas que hacía cuando adquirí ese álbum y escuchaba Street Spirit regularmente.
Estábamos en Huelga en la UNAM.
Después de algunos meses, me empecé a sentir mal.
Tanto tiempo libre y tanta incertidumbre me enfermaron.
Me sentía cansado todo el tiempo y a veces me sentía triste y ansioso.
Fui a consulta con un médico general y él me recomendó emplear mi tiempo en alguna actividad que me resultara productiva.
Me inscribí a un curso de creación literaria en Centro Cultural La Pirámide y me puse a dar clases de regularización a dos niños en la casa. Sus mamás querían que yo los preparara para el examen de ingreso a la secundaria.
Eventualmente, los dos niños ingresaron a la secundaria que querían.
Uno de ellos enfermó de cáncer y murió unos años después.
Con el dinero que obtuve por las clases, fui al Chopo y allí me compré The Bends.
Hace una semana, más o menos a las seis de la mañana, intentaba volverme a dormir en la habitación del hotel al que llegamos a hospedarnos esa mañana –hacía casi cinco años que no salíamos de vacaciones–, me coloqué los audífonos, encendí mi viejo iPod y puse Street Spirit.
Cerré los párpados y la música me transmitió una tristeza que me persiguió todo el día siguiente y que me llenó la cabeza de ideas.
La última vez que salimos, mi cuñada nos invitó a Cozumel.
Yo acababa de conseguir una posición posdoctoral y mi salud comenzaba a ser un problema que me llevaría a adherirme a dos tratamientos médicos, a cambiar mi dieta, a odiar mi existencia y a pasar por el quirófano.
Lo único que recuerdo de ese viaje es que leía Cujo y que escuchaba a Dinosaur Jr. y a Chelsea Light Moving. Nos alojábamos en una casa de dos pisos, en un fraccionamiento relativamente cerca de la playa. El fraccionamiento no tenía alberca y mis suegros (y mi cuñada) y la familia de mi otra cuñada –su esposo y su hijo– se alojaban en otras dos casas.
No hacíamos gran cosa, excepto ir a la playa y a comer.
(Vamos a cumplir once años de casados, pero, contando ésta, sólo hemos salido tres veces de vacaciones. La primera vez que salimos a algún lugar juntos, como esposos, fuimos a Montepío, con mis hermanos y sus amigos.)
Mientras estaba tumbado en la cama, decidí poner Ok Computer, y las primeras notas de Airbag me remontaron a un montón de recuerdos de otras vacaciones, cuando mis papás nos llevaban a mis hermanos y a mí a Acapulco o a Cuernavaca.
Hasta que entré a sexto de primaria, salíamos regularmente al menos una vez al año.
Me gustaba levantarme temprano y viajar en carretera en el automóvil de mi papá.
Aun ahora, levantarme temprano y escuchar encenderse el motor de un automóvil cuando la calle está desierta y silenciosa, me recuerda esos viajes de la infancia.
Hoy se acaban las vacaciones.
Ayer bebí whiskey y un par de cervezas y me siento nauseabundo.
Hace unas horas acabé de leer No contar todo.
(Continuará)
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