Hace muchos años, más o menos cuando tomé tu nombre de batalla de boxeador para abrir este blog; antes de decidirme a ponerle un nombre significativo y contundente a este blog; antes de que algunos integrantes de la familia desarrollaran la habilidad de contar chismes y de pasar desapercibidos, esparciendo rumores y consumiendo ansiolíticos, en las reuniones familiares, y juzgando, como en una telenovela de bajo presupuesto, a los demás (en lugar de ser juzgados); antes de que las benzodiacepinas les llevaran a perder la capacidad de discernir entre el bien y el mal a esos familiares, y de distinguir entre la fantasía de las telenovelas y la tragedia de la realidad, y se convirtieran en personas que generan desconfianza, cuando todos en la familia guardaban las apariencias y cuando los menores de edad (física y mental) respetaban a los mayores, tú y yo nos sentamos a fumarnos un cigarrillo en la sala de la casa de mis papás.
Seguramente se celebraba algún cumpleaños, eran otros tiempos, y las reuniones familiares ocurrían varias veces al año, y allí, en la sala de la casa de mis papás, mientras todo mundo comía, bebía y bailaba, y mientras yo te alargaba la cajetilla de Camel y tú sacabas un cigarrillo y te lo llevabas a los labios y luego yo te lo encendía, me sonreíste, le diste una chupada al Camel, suspiraste y me preguntaste cómo iba mi vida, si ya iba a terminar la licenciatura, qué demonios significaban todos esos experimentos con animales de los que luego hablaba mi papá cuando te platicaba lo que yo hacía en la universidad.
No tenía gran cosa qué decir, todo era confuso en mi vida, la psicología experimental ya no me llenaba, ya no estaba tan convencido de la utilidad de los programas de reforzamiento para entender las habilidades numéricas en animales, no tenía ni novia ni amigos, ya no me interesaba mucho esa línea de investigación en la que había estado trabajando en los últimos años, así que te dije que no pasaba gran cosa, y te pregunté sobre ti, sobre tu pasado.
A lo mejor casi nadie te preguntaba sobre tu pasado, pero el hecho es que tu mirada cambió como si se hubiera extraviado en otros tiempos, y volviste a llevarte el Camel a los labios, pero con más lentitud que en la ocasión previa, y le diste una larga chupada y dejaste escapar lentamente el humo por la nariz, y así, con la mirada extraviada en otros tiempos, metiste la mano libre en uno de los bolsillos de tu chamarra –esa chamarra que usabas en primavera, en verano, en otoño y en invierno, esa chamarra con cuadros verdes y cafés y con cuello afelpado que a lo mejor te regaló mi papá en alguno de esos viajes extraños de fin de semana que hacíamos mis papás, la abuela, mis hermanos, tú y yo en el auto de mi papá, a San Mateo Atenco o a algún lugar similar que, en mi mundo infantil, parecía quedar al otro lado del mundo–, y me platicaste de tu etapa como boxeador, cuando compartías el ring con “El Mantequilla” Nápoles y te llamaban “Kiko Serratos”.
Me dijiste que estabas ganando varias peleas al hilo, que tenías un buen récord de knock outs, que tu carrera pugilística iba en ascenso, pero que nació mi papá y que entonces la abuela te puso un ultimátum: que escogieras entre el box y tu familia.
Una idea llevó a otra y un cigarrillo llevó a otro –tal vez nos tomamos unas cervezas–, y terminaste contándome sobre tus primeros trabajos en la Ciudad de México, en una empresa de vajillas de porcelana, después de que te mudaste de Durango a Puebla, después de que viviste en Cholula varios años, después de que pasaste algunas noches en la calle, sin trabajo y sin dinero. Eras un nómada.
Me contaste que en esa época conociste a mi abuela en la Ciudad de México y que le regalaste una vajilla que compraste en esa empresa en la que trabajabas, y también me contaste que en esa época rentabas un cuarto en la casa de una señora y que luego esa señora te cobraba por todo –desde las comidas y la habitación y las sábanas y la almohada– y que la soportaste hasta que te robó todos tus ahorros.
Luego me dijiste que le enseñaste a boxear a mi papá cuando él era un niño y que una vez él fue a tu trabajo –ya no trabajabas en la empresa de vajillas– y que te llevó comida a la hora del almuerzo, y que allí organizaste una pelea de box, con guantes de box, entre él y el hijo de tu jefe –tu jefe les caía mal a todos y su hijo tomaba clases de box–, y que mi papá ganó esa pelea, y que él y tú guardaron ese secreto, que nunca le dijeron nada a la abuela, y que después comenzaron a repetirse esas peleas y que todos tus compañeros comenzaron a apostar y que mi papá siempre ganaba.
Creo que me contaste que con ese dinero de las apuestas le compraste una estufa a la abuela. O algo así.
Luego saltaste a otro tema, y me dijiste que te gustaba mucho el beisbol y que te aburría mucho el futbol, que más o menos recordabas algún partido entre el Necaxa y el Atlante en El Parque España, y que llegaste a ver varios partidos de beisbol en El Parque Deportivo del Seguro Social, mucho antes de que se convirtiera en una morgue en 1985 y mucho antes de que se convirtiera en Plaza Delta, y me hablaste de muchos nombres de jugadores y de equipos de beisbol mexicano y me dijiste que nunca habías ido a ver un partido de beisbol al Foro Sol (a donde luego se mudaron Los Diablos Rojos, creo) y yo te prometí que algún día iríamos a ver un juego de Los Diablos Rojos al Foro Sol, pero nunca me di tiempo para concretar esa promesa.
Desde niño te veía casi todos los domingos y prácticamente en todas las fiestas familiares, y algunas veces salíamos a algún lugar remoto en fin de semana, pero cuando entré al doctorado y me casé y me mudé a otra parte de la ciudad, te perdí la pista casi por completo. Quise hablar contigo por teléfono muchas veces, pero siempre me decían que no estabas disponible, que acababas de salir a alguna parte o que estabas ocupado. Te veía solamente en alguna fiesta familiar a la que asistía.
La comunicación fue haciéndose más difícil con el paso de los años. Luego me mudé a otro departamento y luego a una casa en otra ciudad y dejé de asistir a las fiestas familiares. Luego comenzó la pandemia. En ese tiempo apenas hablé tres o cuatro veces con mis papás, por teléfono, y no salí a casi ninguna parte.
Cuando el Bayern se coronó campeón de la Champions League en Portugal, en agosto del 2020, y en febrero de este año, cuando tenía la cabeza metida en un concurso de evaluación curricular del que dependía mi trabajo durante el siguiente trimestre, hablamos por teléfono. No estabas en tu casa, sino en la casa de mis papás, y mi papá hizo las dos videollamadas desde su teléfono celular. Te veías como te recordaba y te costó un poco reconocerme –mi papá me había advertido que ya se te olvidaban las cosas–, pero lo lograste y bromeaste conmigo.
En las dos videollamadas estabas viendo la televisión y casi no me prestabas atención ni me escuchabas –mi papá me había advertido que ya no escuchabas bien– y me hiciste recordar algunas ocasiones en las que fui a visitarte a tu casa cuando era un niño y estabas viendo televisión, concentrado totalmente en alguna película o en alguna telenovela. En esas videollamadas te noté un poco impaciente. Tal vez querías regresarte a tu casa. Tal vez ya no te gustaba estar fuera de tu casa. Tal vez no sólo ya se te olvidaban las cosas y tal vez no sólo ya no escuchabas bien: tal vez ya tampoco eras un nómada.
Hace precisamente un mes, el jueves 24 de marzo, cuando estaba a punto de salir a la universidad a dar una clase, Diego me mandó un WhatsApp y me dijo que habías muerto en la madrugada, y todos estos recuerdos estuvieron dándome vueltas en la cabeza hasta que hoy pude ponerlos en orden, aquí, en el blog que tiene tu nombre.
1 comentario:
Gracias hijo por acordarte de tu abuelo.
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