Mis abuelos –maternos y paternos– vivían en la misma calle y sus casas quedaban una junto a la otra, así que cuando los visitábamos –religiosamente, casi cada domingo–, podíamos verlos a los cuatro; sólo teníamos que turnarnos: a veces llegábamos primero a la casa de los abuelos maternos y nos despedíamos en la casa de los abuelos paternos; otras veces, era al revés. Lo mismo ocurría en las fiestas de Independencia, de Navidad y de Año Nuevo.
Como casi cualquier otro domingo de mi infancia, el domingo 12 de junio de 1990 no fue la excepción: fuimos a ver a los abuelos. El mundial de futbol tenía unos días de haber comenzado. La selección mexicana había sido castigada por la FIFA y no disputaría ese torneo, pero en la escuela todo mundo hablaba del mundial y yo veía programas en la tv relacionados con el mundial y coleccionaba estampas de los jugadores del mundial que salían en las paletas de los helados Holanda.
Apenas el viernes previo mi papá se había quedado en la casa y los dos habíamos visto por tv una semblanza de los mundiales de futbol (acompañados por el comentarista Juan Dosal y por el invitado estelar HugoSánchez) y la tediosa inauguración del mundial (exceptuando la fabulosa canción de Gianna Nannini y Edoardo Bennato, casi lo único llamativo había sido el desfile, en el que una modelo había mostrado accidentalmente un pecho) y la derrota de la selección argentina con un gol de François Omam-Biyik en El Estadio Giuseppe Meazza; el sábado habíamos visto por tv el debut de la selección italiana y el gol de Salvatore 'Toto' Schillaci contra los austríacos en El Estadio Olímpico de Roma.
Ese domingo, en cuanto entramos en la casa de los abuelos maternos, percibí el aroma de la sopa de pasta y de la pierna horneada que había preparado la abuela. Casi era la hora de la comida. Me metí a la sala a saludar a mi abuelo. Él estaba sentado frente al televisor. Estaba comiéndose un mazapán o unos cacahuates. A lo mejor estaba tomándose una cerveza. La diabetes todavía no hacía estragos visibles en su salud. Él me sonrió y me invitó a sentarme junto a él. La abuela se acercó a mí y me preguntó si quería un vaso con refresco. A lo mejor le dije que sí. Mis papás dijeron que irían al mercado a comprar comida para la semana y salieron de la casa (así lo recuerdo).
En El Estadio Delle Alpi, en Turín, jugaban las selecciones de Brasil y de Suecia. Los narradores de Televisa decían que Brasil tenía un súper equipo y que era candidata a ganar el mundial –su más reciente mundial lo habían ganado en 1970–, y que la figura de los suecos era un mediocampista ofensivo llamado Tomás Brolin.
Cuando iba a terminar el primer tiempo, Careca –compañero de Maradona en el Nápoles– recibió un pase desde medio campo en el límite del área de los suecos y dribló al arquero sueco en el área y anotó para Brasil. Llevaba unas licras negras debajo de los calzoncillos azules del uniforme y festejó el gol con una especie de samba. Mi abuelo apoyaba a Brasil y celebró el gol y me contó que los brasileños habían jugado en Guadalajara en los mundiales de México, en 1970 y en 1986.
En el segundo tiempo, Brasil volvió a anotar otro gol y el abuelo volvió a celebrar. Casi al final del partido, Tomás Brolin descontó para los suecos. Unos días más tarde, la selección de Costa Rica, una de las revelaciones del torneo, jugaría un gran partido contra los brasileños y avanzaría a los octavos de final del mundial, en su primera participación mundialista. Unas semanas más tarde, en ese mismo estadio, los brasileños, gracias a una genialidad de Maradona y a la habilidad de Caniggia, perderían el partido de octavos de final contra los argentinos y volverían a casa. Tendrían que esperar cuatro años más para volver a ganar un mundial.
Internet me recuerda que ya pasaron 32 años de este partido. Mis abuelos paternos se mudaron de casa en el 2000 y ninguno de los cuatro abuelos vive ya.
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