Estábamos atascados en el tráfico, llovía como si fuera el fin del mundo y mi mamá estaba estresada, pero el sonido de las intermitentes del Sedán detenido en Circuito Interior era lo único que capturaba mi atención y me remontaba a otros momentos, como cuando era un niño de seis o siete años y salíamos en familia a una boda o a un bautizo de algún pariente que sólo conocían los abuelos y volvíamos por la noche a la casa desde algún lugar remoto y yo estaba tan cansado que no podía mantenerme despierto y mi papá tenía que detener el Sedán en un sitio poco convencional, y luego tenía que encender las intermitentes del auto y ese sonido monótono y pacífico llenaba el espacio y me hipnotizaba y me libraba de toda preocupación.
Ahora estaba en la secundaria, acababa mayo de 1992, el América —con Hugo Sánchez y con Germán Martellotto y con Gonzalo Pineda y con Bernardo y con Óscar Ruggeri— acababa de perder la semifinal de ida de La Liguilla en El Tec de Monterrey con un gol de 'Careca' Bianchezi en aparente fuera de lugar, mi papá volvía de un viaje a Monterrey –nos contaría que lo habían 'invitado' a ver ese partido en El Tec, pero que los boletos estaban muy caros y que rechazó la oferta–, mi mamá conducía el Sedán y nos dirigíamos al aeropuerto, pero, otra vez, el sonido de las intermitentes ejercía un poder hipnótico sobre mí y me hacía sentir como un niño de seis o siete años que estaba exhausto y que volvía a su casa en el auto familiar después de una fiesta en algún lugar remoto.
Las circunstancias eran muy distintas. No sólo llovía como si fuera el fin del mundo y no sólo estábamos atascados en el tráfico: un millón de automovilistas enfurecidos y neuróticos hacían sonar los claxons de sus automóviles y nos echaban las luces encima en Circuito Interior. Por si fuera poco, los limpiaparabrisas del Sedán habían dejado de funcionar y el parabrisas estaba empañado y no podíamos ver nada del exterior.
Mis hermanos y yo íbamos en el asiento trasero del auto y mi mamá y mi abuelo iban en los asientos de piloto y de copiloto. Cuando la situación parecía más estresante para todos, el abuelo le dijo a mi mamá que detuviera el auto y que encendiera las intermitentes. Luego se bajó del Sedán y encendió un cigarrillo –entonces fumaba Raleigh– y mi mamá dijo (y yo pensé) que ese no era un momento apropiado para que él se pusiera a fumar, pero, después de dos o tres caladas, el abuelo deshizo el cigarrillo y esparció el tabaco en el parabrisas, se metió de nuevo en el Sedán y le dijo a mi mamá que condujera otra vez.
Avanzamos y los automovilistas en Circuito Interior dejaron de echarnos las luces de sus autos encima y también dejaron de hacer sonar los claxons de sus automóviles. Continuó lloviendo como si fuera el fin del mundo pero el tabaco esparcido en el parabrisas del Sedán comenzó a aclarar el panorama y llegamos sin problemas al aeropuerto.
Desde entonces, al abuelo, que era un hombre muy práctico y que siempre tenía un buen plan para resolver cualquier problema, le apodamos 'MacGyver'.
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